The Americans: ‘A job to do’

Todas las series tienen un momento catárquico, en el que se condensa buena parte de la emoción que se amasa durante su recorrido previo. Un instante culminante, un detalle, un episodio entero… fotogramas que tal vez no alumbren un desenlace global pero sí, al menos, que son capaces de concentrar el ser de una producción y, de alguna manera, anclarse en el recuerdo que nos quedará de la misma. El de The Americans ocurre, en mi opinión, en el capítulo 7 de la sexta y última temporada.

Contarles por qué implica desvelar algunos detalles importantes de la trama, lo que es un aviso a navegantes: si tienen interés en verla y no lo han hecho, a partir de este punto encontrarán detalles que preferirán, sin duda, descubrir por sí solos. Aviso.

Hecho este disclaimer, y volviendo a ese capítulo concreto, lo cierto es que hay un contraste muy acusado entre lo que se estaba viendo en esa tanda de episodios final y este del que les hablo. Eso es una muy buena noticia, ya que si la producción resulta magnética durante las cinco primeras temporadas, que va de más a mucho más, la sexta es particularmente desconcertante, como poco. Al menos en su primera mitad.

El problema es que se presenta como una parte de la serie bastante desapegada respecto al conjunto previo. De hecho, la acción arranca una cantidad de años indeterminada después del final de la quinta, dos, tres, cuatro tal vez. Para ese momento, la brecha en el matrimonio Jennings parece haberse agrandado tras la espantada de Philip al término de la quinta, que le deja a Elizabeth todo el peso de los encargos de Moscú. Crece la tensión entre ambos, aumentan los misterios y las desconfianzas mutuas, que motivos tendrán ciertamente, y todo eso se nota en los nervios de ambos, tan a flor de piel que, sin duda, estamos ante los episodios más introspectivos de toda la producción, incluso de los más volcánicos en este sentido.

Para Philip, no obstante, los guionistas han reservado unos capítulos que rozan lo paródico, en los que a este ambiente en casa se le contrapone su recién estrenada faceta de gurú de las finanzas y amante del coaching en la agencia de viajes, que acaba de vivir una ampliación. En paralelo, se le presenta un poco como un ‘viva la vida’ con momentos especialmente vergonzantes en los bailecitos country que se marca con los compañeros de oficina, un vivo y exagerado contraste respecto a las actividades de su esposa y a lo que vendrá después: un negocio que se va a pique y una crisis familiar en ciernes.

Para completar el cuadro están los hijos. Henry, ajeno a todo en su colegio interno a cientos de kilómetros del núcleo familiar aunque precisamente en este episodio del que hablamos, con motivo de unas vacaciones en casa, su presencia resulta clave para hilvanar los acontecimientos que se presagian.

Quedémonos con Paige que, casualmente, aparece bastante poco en este minutaje concreto. Y es de agradecer, porque su presencia durante los episodios previos ha sido constante, ya que su proceso de reclutamiento y formación parece haber tenido un cierto éxito y ya es una más del equipo. Incluso la vemos intimando con Claudia, ese enlace con el ‘Centro’ que parecía de hielo y que da de todo menos ternura.

Tal vez por esto, si esta era una de las posibilidades que se apuntaban en las temporadas anteriores, llegado el momento, su presencia como agente del KGB resulta bastante ridícula. Han pasado dos o tres años, como decía, pero ella está igual, y solo ‘la han hecho mayor’ vistiéndola con ropa gigante y poniéndola a vivir sola en su propio piso. Pero mantiene no solo ese registro de caras de amargura que le hemos visto desde el primer momento sino esa inocencia que, a estas alturas, y ya como parte de la agencia de espionaje, no se cree nadie. ¿De verdad, mamá, has matado a alguien?¿En serio te has acostado con alguien para sacarle información…? Más sobreactuada que nunca, una de las mejores noticias del tramo final de la serie es precisamente que reducen su presencia en pantalla.

Por no hablar, ya que estamos abriendo el corazón, de todos sus momentos místicos en la iglesia con el pastor Tim, uno de esos personajes que da más grima que arrastrar las uñas por una pizarra y que, por cierto, también tiene sus líneas en este capítulo después de bastante tiempo fuera de juego.

Sea como sea, este 6×07 también tiene un momento de lucidez para Beeman. El juego que ha dado que la pareja de espías tenga como vecino a un agente del FBI y que encima se hagan íntimos era obvio. Pero excepto por la paranoia inicial del agente no había vuelto a sospechar de ellos, y mira que se ha comido quina con los temas de Nina (otro culebrón que afortunadamente supieron quitarse de encima), la muerte de su compañero, de su exjefe y, sobre todo, el de la secretaria de su departamento, Martha. Así que era de esperar, y más con el final tan próximo, que llegara el lógico momento en el que algo hiciera clic en su cabeza. Pues bien, es aquí. Por fin comienza a atar cabos y unir los trozos de puzle de aquí y allá para dar inicio a la caza final.

Empezando por el principio: de qué iba esto

Dicho todo esto, prosigamos por donde corresponde, que es el principio. The Americans es una producción que hemos visto en España gracias a Prime Video y que narra las aventuras y desventuras de dos espías del KGB infiltrados en suelo estadounidense durante los 80, en plena Guerra Fría, un período de máxima tensión entre ambas superpotencias tras décadas de pugna en el mundo. Para esta pareja la tarea es vocacional, toda vez que forman parte de los llamados ‘ilegales’, soviéticos de origen pero asimilados en la vida estadounidense para no levantar sospechas y poder actuar más o menos con cierta libertad, lo que implica fingir toda una existencia previa en el país que no existe y que viene fabricada desde la Unión Soviética.

Ni que decir tiene que, para las autoridades norteamericanas, estos agentes casi invisibles son piezas tan perseguidas como cotizadas. Y tanto Philip como Elizabeth, Elizabeth como Philip, son dos de los mejores, dueños de una doble vida modélica que se ajusta a los cánones de la sociedad en Estados Unidos, indistinguibles de cualquier hijo de vecino aunque, en su caso, el vecino sea precisamente el aludido Beeman, e incluso indescifrable para sus propios hijos, al menos durante buena parte de la serie, tal como ocurrió en la vida real con la familia en la que se inspiraron los guionistas.

He de reconocer que The Americans es una de las mejores series que he visto. Que el enganche que he tenido con ella es algo que me cuesta mucho recordar en cualquier otra. Con la parte necesaria de tensión, de no saber qué vendrá después, con la intriga de un juego gato-ratón muy bien llevado y que, más allá de las licencias necesarias e incluso de algunas tramas un tanto inverosímiles, resulta extraordinariamente convincente.

El matrimonio protagonista es sencillamente perfecto, con una química evidente (salseo: me entero después de escribir el texto de que, de hecho, eran pareja real durante el rodaje y aún hoy, abril de 2021). En ciertos momentos esta psicología suya será llevada al extremo por culpa de los guiones pero en líneas generales mantienen el tipo muy bien a lo largo de las seis temporadas y su evolución parece igualmente creíble, da solidez al conjunto y sirve para que, llegado el final, todo encaje sin que nada chirríe especialmente.

Alrededor de Keri Russell y Matthew Rhys, que encarnan a los personajes principales y que son la serie en sí mismos, se articulan otros perfiles muy bien construidos que, para lo que hemos visto últimamente en la pequeña pantalla, van mucho más allá del cartón-piedra al uso. Pongamos a Beeman, sin duda el principal de este elenco de secundarios. Un personaje al que da vida Noah Emmerich, a quien seguramente recuerden por ser, entre otros papeles, amigo de Truman en el Show, un personaje cínico entonces y que invita a que te caiga mal.

Por eso, reconozco que me he pasado buena parte de The Americans celebrando que los espías se le rían en su cara, en su sonrisa socarrona. No obstante, sus vaivenes emocionales, su continua zozobra sentimental le acaban generando al espectador una cierta pena y, por momentos, empatía. Hay redención en sus actos, un atisbo de humanidad que va desarrollándose poco a poco, si es que sus reacciones más enérgicas y violentas no dejan de responder a ello. El trío que forma con los protagonistas es insustituible.

A su alrededor, como apuntamos, existe una galería de personajes muy bien trazada. Algunos no pasarán a la historia pero es justo reconocer a alguno de ellos, muy especialmente a Oleg Burov (Costa Ronin), el Quijote de la serie; a Martha (Alison Wright), que tal vez protagoniza la trama más complicada de creer pero a quien definitivamente dan ganas de abrazar cada vez que sale en la pantalla; o, por mencionarla aunque no tenga mucho peso, Julia Garner, antes de su boom definitivo en el que hasta el momento es el papel de su vida, la Ruth de Ozark.

El final: decisiones que lo cambiarán todo

Y qué decimos del final. Hablábamos al principio de ese capítulo que presagiaba acontecimientos más o menos previsibles llegado el momento. Siempre fue obvio que al final tendría que pasar algo de lo que pasa pero la verdad es que las incertidumbres que quedaban en el aire han sido resueltas con una solvencia sorprendente. Que no es lo mismo que decir que todo queda atado, ni mucho menos, porque algún cabo suelto permanecerá para siempre en el aire, aunque cierto es que eso es pretendido.

Y es que estamos ante un último capítulo capaz de darle un cierre peculiar, en el que el principal momento de acción ocurre más o menos pronto pero en el que todo se supedita a lo emotivo tras ese «We had a job to do«. Pero no a la lágrima fácil (bueno, un poquito sí) sino como consecuencia de esa extraordinaria vida interior con la que se ha construido a los personajes. En los últimos 60 minutos de la serie todos parecen comprender la hondura y la gravedad de la situación y el guión les coloca en la tesitura de tener que decidir algo.

Y ese carrusel de dudas resueltas resulta trepidante, imprevisible y, de cara al espectador, creo que hasta lógico para muchos personajes. Decía Matthew Rhys con cierta sorna en una entrevista tras emitirse el desenlace de la serie que «hubieran entendido cualquier cosa que le hubiera pasado a su personaje», y tal vez ese sea el principal resumen al hacer repaso de cada uno. Beeman, ¿qué hacer? Philip y Elizabeth, ¿nos podemos quedar? Paige… ¿qué haces, Paige?

Todo, con el With or without you de U2 a bordo de ese tren sobre el que se construye una de esas escenas que pasan a los anales de la televisión. Aunque queden cabos sueltos, claro está, cuestiones prácticas dada la situación o el más inquietante: ¿quién es de verdad Renée? No habrá hechos para solucionar una cuestión que nunca tendrá respuesta: solo nos quedaremos con nuestras sospechas, ambigüedades y, cómo no, esa extraña mirada a la que fue casa de los Jennigs mientras el FBI se lleva en cajas la vida ficticia de The Americans.

Cae el telón antes del fundido a negro. Y queda la orfandad a un nivel próximo al de The Wire, con otro escenario para esa mirada final pero con bastantes cosas en común: la vista puesta en la lejanía, la nostalgia por bandera y la seguridad de haber asistido a un espectáculo grandioso e irrepetible.

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