Mint Works, un juego no apto para mudanzas

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Bueno, bonito y barato. Pero también pequeño, muy pequeño. Mint Works, de Justin Blaskeno pasará a la historia como el juego perfecto pero tiene algo de lo que pocos, o muy pocos, pueden presumir: una portabilidad extrema. Tanta, que difícilmente sobrevivirá a una mudanza: tan sencillo resulta perderlo.

Y es que, sin duda, su pequeña caja de lata es lo que más llama la atención. No es mayor que una cajetilla de tabaco versionando, literalmente, una cajita de caramelos. Temáticamente, desde luego, por ahí está muy bien conseguido. Casi tanto como meter dentro todo lo que lleva. A saber, fichas de madera que parecen pastillas, cartas y un manual con las instrucciones. ¿Para qué más?

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Más allá de la anécdota del tamaño lo cierto es que es un juego sencillo que, con materiales sencillos , proporciona una experiencia correcta, pero igualmente sencilla. Y eso, tan acostumbrados como estamos a monstruos de cartón y plástico, no es tan malo como parece.El objetivo en Mint Works es desarrollar un barrio para que tenga el mayor prestigio posible. Para ello tenemos que ir colocando las pastillas que tenemos en nuestra reserva en las localizaciones adecuadas para alcanzar la excelencia. En este vídeo, pese al acelerado inglés de Rahdo y a que los componentes no se corresponden con los de la versión final, se puede contemplar sin muchos problemas la mecánica:

La cosa es muy directa: conseguir recursos, edificios, construirlos, y tratar de combarlos para maximizar su beneficio. No hay nada especialmente novedoso pero eso supone ir a lo seguro: no chirría nada y la  dinámica cumple sin problemas.

Al comienzo se colocan varias localizaciones genéricas, alguna que otra opcional y otras que empiezan la partida bloqueadas. Los jugadores gastan sus pastillas para posicionarse en ellas. Las más sencillas proporcionan más caramelos, en plan «pago 1 y me llevo 2», por ejemplo.

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Pero como la base es construir edificios, a medida que avanza el juego estas tarjetas son las más solicitadas. Va en dos fases. En la primera, la que viene a denominarse algo así como «conseguir un plan», nos llevamos uno de los edificios de la oferta común sobre el tapete. Hay que pagar el coste en pastillas y así nos la quedamos en la mano. Posteriormente, en ese u otro turno, hay que pagar más pastillas en otra localización para poner el edificio en juego de forma efectiva.

Todos aportan puntos de victoria pero muchos, además, ofrecen ventajas añadidas que hay que saber aprovechar. Conseguir pastillas extra, más puntos, construir a menor precio, etc… hay una relativa variedad que marcará la estrategia a seguir.

Pese a lo mínimo del tamaño, hasta cuatro jugadores pueden ponerse a la mesa. También tiene un modo solitario, en el que nos enfrentamos a una especie de robot con cuatro niveles de dificultad. Se diferencian en la cantidad de pastillas que tienen al comienzo, en la «personalidad» de cada inteligencia artificial y en los criterios de compra de edificios:

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Este modo no justifica la compra, me temo, aunque es cierto que las partidas se tornan en un reto interesante y será muy muy difícil no caer en la tentación de jugar dos o tres partidas consecutivas. El sistema de colocación del robot es tan simple como «en la primera casilla disponible», lo que acaba en algo previsible y aparentemente sin mucha emoción. Sin embargo, el sentido de la rígida colocación de las localizaciones obliga a estar atento, muy atento, a qué es lo mejor para ti y de qué manera puedes enfangar el juego del rival fantasma. El que la partida se juegue a siete puntos, que es una cifra que se alcanza con relativa facilidad, hace que haya que medir muy mucho lo que se hace, dentro de un límite, claro, que esto tampoco es ajedrez.

Precisamente una de las cosas que menos me han gustado es que el final de la partida se dispare tan pronto. Creo que este objetivo, fijo para las partidas a cualquier número de jugadores, no escala bien, especialmente cuanto menos participantes haya. Aunque eso sí, el juego tiene una trampa en ese punto: puede darse el caso de que, aunque uno cierre la partida automáticamente en un momento dado, la victoria se la lleve el otro. Son efectos perversos a los que también hay que atender.

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Otro capítulo es el material. Al margen del pequeño tamaño de la caja, dentro todo viene embutido y eso es un problema para volver a guardarlo todo. Será una pena que pueda estropearse el manual o alguno de los componentes que, ciertamente, gozan de una estimable calidad. Aunque eso sí, el arte es muy esquemático y simple: los edificios tienen un color característico según su tipo pero la representación viene dada por dibujos muy esquemáticos y las localizaciones sólo ofrecen símbolos de lo que permiten hacer durante la partida. Eso, al menos, está muy claro y como el resto de normas, deja poco espacio a las dudas.

La conclusión. Pues está bien. Como juego es muy sencillo, fácil de explicar, con partidas no muy largas y con una emoción y profundidad contenidas. Si atendemos a eso de la portabilidad la cosa gana enteros porque pocos juegos de estas características se prestan de verdad a viajar en el bolsillo a cualquier lado y a ser desplegados en un tren o un avión (en ese caso cuidado con las turbulencias). Ni siquiera los de la serie ‘Pequeños Grandes…‘ puede competir en esto aunque creo que aquellos tenían bastantes más pretensiones. Ese es otro tema. A lo que vamos: que si se mudan, no le pierdan el ojo… ¡y mucho menos confundan los tokens con pastillas de menta de verdad!

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