Habría que ser colombiano para entender el fondo del asunto y comprender el alcance intangible de aquella época de excesos, violencia y de miedo en las calles. En España tuvimos a ETA, que de alguna manera podría acercarnos un poco a la psicosis del terrorismo. Pero las diferencias van más allá de los matices: el contexto y el escenario son muy diferentes.
Habría que ser colombiano, desde luego, para que ‘Narcos‘ hurgue de verdad en la herida. Porque, para los ojos de quien el nombre de Pablo Escobar no fue más que una noticia -o muchas- escuchadas de refilón en las noticias cuando apenas era un niño, la serie es una excelente manera de acercarse a la historia más allá de las hipérboles o giros que se han dado en la ficción -y que han denunciado, entre otros, el propio hijo del narco-. Existe, como señala este artículo, un poco de saturación en el colombiano sobre la figura de Escobar; la «fotogenia del crimen» como concepto acuñado por David Trueba para explicar el fenómeno ‘narcotelevisivo’. Por eso esta producción de Netflix sobresale, porque supone un soplo de aire fresco en el catálogo.
Empecemos por ahí, por la serie. ‘Narcos‘ relata el auge y caída de Pablo Escobar: líder, alma y fundador del Cartel de Medellín, un emporio del narcotráfico que durante buena parte de los 80 y principios de los 90 controló el tránsito de cocaína hacia Estados Unidos, actividad con la que amasó una fortuna inimaginable. Aquellos días de vino y rosas aparecen en la misma carátula de la producción en la que la imagen del capo más legendario de la historia se funde con la de modelos, fincas de lujo y también la materia prima de la que salió todo: polvo blanco, sangre, plata… y plomo.
Él. La serie es él. Su personalidad. Sus excentricidades. Sus frases lapidarias. Su mirada penetrante. Su carisma. Su populismo. Escobar fue un tipo listo al que perdió su orgullo. Listo porque su origen humilde le colocó en una posición más que ventajosa para que, con poco, erigirse en una suerte de héroe para las clases populares. Y aprovechó la oportunidad. «Robin Hood«, se le llegó a llamar en las calles: polideportivos, escuelas o viviendas para los pobres mientras que de forma más o menos clandestina elevaba su riqueza hasta el absurdo. Desde el punto de vista de los más desfavorecidos, un espejo en el que mirarse, un filántropo.
Pero la serie ni es ni pretendía convertirse en una hagiografía por mucho que parte de la fortaleza del personaje fuera precisamente saberse y creerse un dios. La manera en la que dirigió su negocio y fagocitó a socios se extendió a toda una ciudad, a todo un país, que tuvo de rodillas. Y a medida que se le fueron torciendo las cosas acabó por librar una guerra abierta con el Estado que se llevó por delante muchas vidas, incluida la suya en un final que, de no mediar un orgullo exacerbado, pudo ser diferente. O no. Pero vaya, eso es la historia y no faltan voces críticas con los hechos que se narran y con el cómo se narran.
El colombiano con acento portugués
‘Narcos‘ atrapa, engancha. Evidentemente es un visionado con una más que marcada figura central que lo copa todo, esté o no en pantalla. La responsabilidad de encarnar al personaje recayó en el brasileño Wagner Moura, a quien conocerán de Tropa de Élite, por ejemplo (donde, paradójicamente, encarna a un policía de alto rango que combate a los narcos). Allí me gustó y aquí… pues bueno. Creo que es muy buen actor y que hace un esfuerzo más que evidente por ajustarse a Escobar y a su explosiva y violenta ciclotimia; en ese sentido, sobresaliente, sin duda.

Pero lo peor es que sea brasileño. Porque se hace raro el titubeo en la pronunciación que va a afectar precisamente al personaje del pico de oro, con las líneas más potentes y además con ese acento tan bello que es el colombiano. Moura lo intenta y defiende su actuación más que bien y eso para un angloparlante cuela sin problema; pero para los nativos en castellano canta un pelín oírle al ‘patrón’ un acento portugués que nunca debió estar ahí.
En el otro bando están los agentes de la DEA, especialmente Murphy, bajo cuya mirada asistimos al espectáculo. Es una buena noticia porque en cada capítulo sus palabras ayudan a contextualizar en cierto modo lo que se ve y a decirle al espectador que, por muy sorprendente que sea lo que vemos en la pantalla, todo era posible en Colombia durante esos años. Como recuerdan en un episodio, al fin y al cabo se habla de la tierra de Gabriel García-Márquez, donde se acunó el «realismo mágico«.

Lo de la presencia estadounidense es interesante. Porque en paralelo a la historia principal asistimos a una cierta dosis de eso que todos sabemos que existe pero nadie jamás reconocerá. El cómo los servicios de inteligencia, los gobiernos o el poder económico son capaces de inmiscuirse en asuntos ajenos para intereses propios. E incluso de querer dictar, de alguna manera, la hoja de ruta de un país extranjero.
Además de los americanos están obviamente las fuerzas locales, donde encontramos igualmente dosis de la ambigüedad respecto al narcotraficante. Más en la política que en el Ejército, es cierto, pero en ambos casos dejando para el recuerdo personajes secundarios tan memorables como carismáticos (mención especial al Coronel Carrillo). Y eso vale para ambos bandos. Más o menos parecidos a los originales pero todos muy bien trabajados. Bueno, excepto el niño que hace de hijo de Escobar, que es el ser humano más inquietante que me he echado en cara últimamente: da más canguelo que el padre.
En eso, salvando las distancias, tiene un cierto aire a ‘The Wire‘, donde el elenco resultaba tan apabullante que cada cual hallaba en uno diferente su favorito. Pero donde esto puede ser más evidente es en la segunda temporada, donde la tecnología tendrá un papel clave. Tecnología, eso sí, de «aquella manera», artesanal y primaria. Hablamos de los 80 todavía y hasta nos sorprenderá ver cómo van evolucionando los móviles durante el periodo que abarca.
‘Narcos‘ es más que recomendable por ese amor por el detalle y por los personajes, incluida la propia Colombia y sobre todo Medellín, que también juega un papel más que destacado. También les animo a echarle un vistazo por la fábula que en la que se convierte a veces: el capo como el perfecto padre de familia, el capo jugando a la videoconsola, el capo paseando melancólico por su entorno… imágenes idílicas que contrastan con la crudeza de quien descerraja un tiro a sangre fría a un policía o se parte los nudillos golpeando a un narco rival. Definitivamente, Robin Hood era otra cosa.
Pero lo que te mantiene pegado al sillón durante el visionado es la narración, el ritmo, la manera de contarte la historia. Ese dinamismo es maravilloso, sencillamente maravilloso, especialmente durante la primera temporada en la que todos están al máximo de energía. El segundo curso tal vez sea más psicológico, más dramático. Da igual. Resulta hipnótico igualmente porque, más que una serie, parece una (muy) buena película. Veremos lo que deparan las próximas temporadas que se anuncian y cómo evoluciona todo sin el personaje sobre el que ha versado todo. Sin estar, seguramente siga más que presente.
Al hilo: otra serie que, según comentan, va más allá (o fue más allá, mejor dicho, porque es anterior): ‘El patrón del mal‘, una producción colombiana sobre la vida de Pablo Escobar que, aunque quienes la han visto de entre los que conozco dicen que tiene algún que otro momento de culebrón, es más que recomendable:
Ahora que México ha tomado el testigo como centro neurálgico de la violencia y la droga, veremos si en el futuro es el Chapo Guzmán, otro narco de película, el que protagoniza series similares. Material hay, desde luego: fugas espectaculares, delirios de ser actor… sin duda, el ‘digno’ sucesor de Escobar.
2 comentarios en “Pablo Escobar, la fotogenia del crimen”