El hombre de Londres, Bela Tarr

Armonías de Werckmeister es una de las películas que más se han adherido a mis retinas de cuantas he visto en los últimos meses. Una cinta excepcional pese a su lentitud y parsimonia a la hora de desarrollar las tramas, hasta el punto de darnos la falsa sensación de que no ocurre nada cuando, en realidad, resulta que pasa de todo. La excelencia en la formalidad, la música que acompaña al compás de cada paso de los protagonistas o el dramatismo encerrado en los rostros y las expresiones de los personajes se quedan grabadas y se dejan paladear durante meses.

La cinta vio la luz en el año 2000. Fue el trabajo con el que el director Bela Tarr (Pécs, Hungría, 1955) retomó su carrera tras Sátántangó (1994), la que dicen que es la obra cumbre en la filmografía del director húngaro. Si lo piensan, seis años de reposo antes de concebir un nuevo estreno parece un periodo excesivamente prolongado, casi extemporáneo y muy al estilo de las narraciones que pone en pantalla.

Similar espacio discurre entre Armonías y El hombre de Londres (2007), la película de la que venimos a hablar hoy y sobre la que, para empezar, diré que aun reconociendo ese inconfundible sello estilístico, puede ser la penúltima obra de Tarr a la que me acerque (Sátántangó me la tengo prometida contra viento y marea, no obstante). La propuesta aquí sobre el papel parece digna de cualquier película actual que responda a ese género que se da en llamar thriller: un hombre que trabaja en un puerto se convierte en testigo accidental de un asesinato que, además de un cadáver, deja huérfano un misterioso maletín.

El protagonista lo rescata y resulta que en su interior hay una considerable suma de dinero, lo que le genera innumerables problemas con sí mismo y con los demás. Habría que imaginar cómo nos podría afectar a cualquiera vernos en una situación similar pero lo cierto es que para la persona que acapara la cámara es un suceso que ahonda en un rostro y una actitud vital muy cercana a lo funesto. Imagino el férreo marcaje de la dirección a la hora de exigir a su actor (el checo Miroslav Krobot) que limite la expresividad y reduzca a la nada la chispa en la mirada. Todo en su porte y en su energía transmite pompa fúnebre, tal es la pretendida dureza que quiere plasmar Tarr.

Esa gravedad intrínseca a la vida que retrata el cineasta se come la cinta y en realidad es algo en torno a lo cual se articula cada elemento de la película. La música, la fotografía, la forma de hablar de los personajes, las miradas… todos y cada uno de los ladrillos con los que se construye este engimático edificio son tan gris-oscuro-casi-negro que al final es sencillo salir con un nudo en el estómago, incluso yendo avisado.

Todo esto, recordemos, en un contexto que narra una historia cuyo argumento es más o menos convencional. El protagonista, una vez que se hace cargo del maletín, tiene que lidiar con varias cosas. Por una parte, su propio carácter, una ensalada agria de pura amargura que arrastra a cada paso y que, por supuesto, tiñe su vivienda del mismo tono. Allí, una mujer de esas ‘de las de antes’ (encarnada por Tilda Swinton), condenada a sufrir en casa al servicio del marido y sin entender el extra de resentimiento que ofrece el susodicho, la irascibilidad, la incomunicación. Y luego una hija a la que directamente no le acabo pillando el punto porque, aunque se la ve normal, hay escenas en las que delata unos traumas que, como en muchos otros pasajes de la trama, parecen excesivamente tratados.

Lo que conduce la acción es la presencia en la ciudad de un investigador que intenta solucionar el crimen. Digamos, en este punto, que es este precisamente este personaje el que da nombre a la película, dado que es un británico que viene a esclarecer unos hechos que, nos enteramos en ese momento, afectan a compatriotas. Ni siquiera venir del extranjero es motivo de alegría aquí, más bien al revés: se trata de una figura igualmente sombría que aporta aún más oscuridad al conjunto.

Y para cerrar el círculo queda pululando por ahí uno de los implicados en el suceso, que merodea sin disimulo al protagonista a fin, comprendemos, de acongojarle y hacerle devolverle el maletín. Pero en esta continua partida de poker que se juegan a base de caras circunspectas nada se sale del carril de la opresora angustia. Y al final el recuerdo de la película no puede ser otro que ese: no sé lo que ha pasado pero salgo casi apaleado del visionado, hecho polvo.

Es un cine peculiar el que propone Bela Tarr, y por tanto sería un tanto inocente valorarlo con parámetros similares a los de la cartelera convencional. Hay que saber muy bien qué se va a ver y hacer un ejercicio de paciencia ante el que, doy fe de ello, no podrá todo el mundo. Técnicamente se le puede achacar una perentoria falta de ritmo o, mejor dicho, un excesivo embelesamiento en el parsimonioso avance de los fotogramas. En mi opinión, se le va la mano con ello. Y eso aunque a base de fuerza bruta nos ofrezcan planos secuencias de récord, una fotografía excelsa y una densidad que atrona.

Me llamaron la atención también los diálogos. Y más allá del guión, también la forma de darles voz. Las palabras de los personajes, el cómo lo dicen, la entonación, la pronunciación e incluso la misma gramática resultan increíblemente peculiares. Es como si a todos los actores los hubieran sacado del mismísimo centro de Budapest y les hubieran dado unas líneas en un idioma completamente ajeno. Hasta Tilda Swinton, la más conocida y presuntamente internacional aparece hablando un francés penoso, y no tanto por la pronunciación sino por lo forzada que parece la entonación y lo impostado de cada conversación, algo común al resto de las interacciones del elenco.

Y sí, hay que anteponer a todo lo expuesto que la película puede que no vaya tanto de lo que se dice como de lo que se muestra. Que en realidad es una obra que hace una disección minuciosa y sin artificios de las reacciones humanas más instintivas. Subyace una versión pesimista, eso es evidente y empíricamente cierto a la luz del cómo el testigo se va arrullando en su culpa y sus temores, o cómo el investigador cambia el tono según quién tenga delante, o cómo esos eternos primeros planos en los que parece que le has dado sin querer al pause en el mando a distancia ahondan en un ensimismamiento general que, como viene a expresar la crítica, o te hace pensar que Tarr es un genio o un muermo. En esta cinta, al menos, más de lo segundo.

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