Lartigue, el cazador de instantes felices

‘Lartigue, el cazador de instantes felices. Fotografías a color’ es el título de la exposición que, hasta el 23 de abril, ocupa la sala de Fundación Canal. Se trata de una muestra que supone una pequeña representación del porfolio del fotógrafo francés (Courbevoie, 1894 – Niza, 1986) y de la que se extraen varios mensajes interesantes. Por una parte, lo obvio que señala el subtítulo de la exhibición, centrado en el color y el optimismo. Se trata de una selección que ahonda en un aspecto menos conocido del prolífico artista y siempre desde un enfoque original: la apuesta por una vertiente más idílica y dulce de la realidad.

Sería un tanto absurdo explicar su obra a partir de lo que se muestra esta vez en Madrid, dado que su longevidad en el campo, su curiosidad y su don de la oportunidad dieron no solo para inmortalizar algunas de las imágenes más icónicas de la historia de la fotografía sino para profundizar en distintas técnicas pioneras de las que fue coetáneo. Tal circunstancia, una vez más, se debe a haber sido coetáneo de muchos de los avances que nos condujeron desde aquella foto próxima a lo pictórico a lo que es hoy.

Lartigue es, pues, un alma dada a la experimentación en sus primeros tiempos, y de eso da fe este homenaje en la Fundación Canal. Tomando un camino limítrofe entre lo lúdico, lo documental y lo contemplativo, una de las instalaciones más peculiares de la muestra es la colección que se agrupa bajo el epígrafe de ‘Autocromos’.

Se trata de un ejemplo de su precocidad -comienza a fotografiar con apenas siete años- y de querencia por la tecnología de la época. Hablamos de la década de 1910, un contexto en el que la fotografía aún exploraba caminos inéditos. En este caso, Lartigue opta por colorear las imágenes en blanco y negro con la técnica llamada autocromo, ideada a su vez por los hermanos Lumiére pocos años antes. Eso, y el haber hecho las fotos con una cámara estereoscópica que obligaba a contar con dispositivos muy específicos para su visionado posterior son una sorpresa en aquel momento… y ahora, en tomas que sorprenderán al espectador moderno por su actualidad.

No podremos, sin embargo, dejar de sumergirnos en un territorio idílico, feliz y despreocupado. Esa es, de hecho, la línea que vertebra la visita por la exposición y que ya ofrece sus primeras manifestaciones en esta línea de autocromos en los que es la propia familia del fotógrafo la que posa ante la cámara. Pese a lo convulso del momento en el continente, queda claro que su origen es de una familia acomodada que, al menos entonces, no tenía especiales preocupaciones.

En realidad, y aunque muchas de las imágenes que veremos posteriormente en la exhibición también tienen familiares como protagonistas, lo que destaca por encima de todo es ese tono más o menos festivo en el que se toman, siempre alumbrando hacia la presunta zona de confort del sujeto en cuestión. Y por supuesto, con esa vocación de darle un color a las imágenes que, si bien tuvo que ser artificial al comienzo, a medida que la tecnología le va permitiendo, va trasladando a algunos de sus trabajos.

Esto se hace más evidente tras la Segunda Guerra Mundial, cuando el color ya pasa a ser un estándar en la industria y le proporciona la herramienta definitiva para retratar su entorno. Con la peculiaridad de que, por su origen más o menos acomodado y sus contactos en prensa, se mueve en círculos muy exclusivos en los que se gana la confianza de los personajes. Por ejemplo, como recuerdan en la sala de la Fundación Canal, llega incluso a ser el fotógrafo oficial de la boda del príncipe Rainiero de Mónaco y Grace Kelly.

Estas características permiten exhibir una muestra con un discurso muy cohesionado en el que presenciar una estampa de 1912 o de 1977 apenas inquieta al espectador con muchas divergencias, al menos en cuanto a estilo. En este sentido, es como una manera de dar fe de la querencia del fotógrafo por unos temas a los que, como queda patente, vuelve una y otra vez.

Otra de las características de su obra, sea en color o en blanco y negro, es su depurada técnica y su capacidad compositiva, deudora en buena parte de su formación artística. Como se lee en algunos de los paneles de la exposición, Lartigue va alternando su énfasis entre la fotografía y la pintura. Solo algunos encargos de revistas ilustradas, se explica, le mantienen permanentemente en contacto con su cámara y los grandes acontecimientos, como la Segunda Guerra Mundial.

Será más tarde, en la década de los 70, cuando su obra, especialmente la de sus primeros años, en los que dejó un testimonio directo y cercano de la Belle époque europea, cuando adquiera la notoriedad que hoy se ha transformado en leyenda. Desde entonces su nombre da lustre a exposiciones en los principales museos y salas de arte en los que cabe la fotografía. Se da, además, una afortunada circunstancia: la de que el propio autor donó en vida la mayor parte de su obra al estado francés, lo que ha permitido hacer un buen uso de todo el material para beneficio de todos.

Entre estas imágenes felices y en color, que se calcula supone apenas un tercio de su obra total, se ven varios temas específicos que, como una obsesión, llaman al fotógrafo/artista una y otra vez. Por un lado, la velocidad, los coches, que dieron para una de sus imágenes más conocidas (en blanco y negro, eso sí); por otro, los temas florales, que pinta y fotografía con profusión y que incluso han abierto una cierta querencia del autor por lo decorativo. Toda manifestación artística vale. Hasta el 23 de abril, en la sala Fundación Canal de Madrid.

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