Va a ser esta una entrada de excusas, de batallitas y de ansiedades. La primera es por el tiempo que llevo sin acudir a la parte pública del blog. La vida, que dicen, es un buen motivo, quizá el único. Pero como estas líneas empiezan a suceder horas después de que Nadal nos diera la enésima muestra de superación en Roland Garros, pues quién soy yo para no concederme, a su estela, un poco de orgullo para continuar y vencer miedos y ansiedades.
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Que mucho de eso hay en esta vuelta, ciertamente. Son las paradojas de un excelente momento vital, en el que lo más sobresaliente es un nuevo nacimiento en casa. ¿Será eso? Se multiplican las alegrías pero crecen en la misma proporción los miedos, los cansancios y las ansiedades. Algo que, por otra parte, y si son asiduos de este peculiar cuaderno de variedades, no es una cosa extraordinaria en estas páginas.
De las cosas mundanas que me han atosigado estas semanas, algunas de las más acuciantes tienen que ver con acudir asiduamente a estas letras y, aunque suene extraño, ocuparme de la parte gráfica. No faltan escritos, de hecho creo estar en una época especialmente apta para escribir, pero siempre me acaban ralentizando el ritmo lo de preparar fotos, cortarlas, etc.
Íntimamente relacionado está la gestión del tiempo. Si me dieran un euro cada vez que me dicen que “uno más uno no son dos” si hablamos de paternidad, estaría bañado en oro a estas alturas. Pero más allá de la chorrada, lo cierto es que tomando en consideración variables como el trabajo, el (exiguo) descanso o las tareas domésticas, la energía resultante me deja el depósito con la luz de reserva activada… de hecho es lo único activo de mi ser al final del día.

Dicho esto, que tiene poco o nada de científico, y mucho de ir ganando tiempo para no dejar esto más tiempo desatendido, arrancamos nuevamente.
Con otra historia que, inevitablemente, remite a problemas de ansiedad.
Básicamente, Jorge vino a decirme que mis preguntas eran una mierda. Joder, pues me molestó, qué quieren que les diga. Bastante hundida tengo la autoestima la mayor parte del tiempo como para que me vengan a decir estas cosas. Aunque tuviera algo de razón en este caso, que ni el tema era lo que se decía algo que me motivara especialmente ni el interlocutor era lo que se dice el mejor orador del planeta.
Cosas como esta suman. A veces, que te repitan una y otra vez lo mal que haces las cosas me hace venirme arriba. Pero es la ciclotimia, la adrenalina que te mueve a chispazos. El resto del tiempo me lo paso sintiendo que mi optimismo es un avestruz que vive con la cabeza oteando topos. No sé por qué les cuento esto. Es sábado por la noche al momento de la escritura, escucho un podcast de juegos de mesa, la casa está relativamente calma, con los dos pequeños dormidos, el gato haciendo cosas de gatos y, en el parque de enfrente, ya hace rato que la jauría infantil desertó tras el enésimo finde de cumpleaños. Me imagino el calendario de fiestas en este lugar como las hojas de reserva de una pista de tenis.
No sé si decir que estoy bebiendo Coca-Cola ahora mismo supone una publicidad gratuita. No está mi estómago muy católico hoy, tras el esperable fracaso del Yatai Market de Las Rozas, uno de esos sitios concebidos más para Instagram que para comer bien. Tengo un hambre canina a esta hora. He arramplado con una bolsa de cacahuetes, por eso ahora estaré obligado a añadir a las tareas de la noche la limpieza de los restos de cáscaras y pieles que se han ido escondiendo en los recovecos más cercanos.
A lo que iba: el agobio, la ansiedad. Tantas cosas por hacer, tanta parálisis cuando llegan momentos como este, en el que hasta escribir duele. ¿Es hora de parar? ¿De parar el qué?
Escribir hoy tan desordenado tiene que ver, en parte, con la lectura reciente de un libro de Clarice Lispector. No fue el último que he comprado de esta escritora pero sí el que más me llamó desde la estantería del salón. Muchas veces –casi todas- elijo los libros así: me planto ante las estanterías y, más que los ojos, agudizo el oído: ¿algún voluntario? Mientras digo estas palabras me las repito en la cabeza con la voz del Bacterio, mi profesor de matemáticas en el Instituto. Por lo que sé, mucha gente tuvo también a un maestro que respondía a tal perfil.

Este hombre era muy peculiar, seguramente más que cualquier otro. Será en lo poco que sea optimista hoy. Al menos, neutro. El Bacterio iba a clase ataviado con una bata blanca. Clase de matemáticas, recuerdo. Primero o segundo de BUP: no sé a qué equivale eso hoy en día y no quiero aprenderlo: cuando me toque saberlo cuando lleguen mis hijos tal vez también este conocimiento haya quedado tan obsoleto como las integrales o las derivadas.
El Bacterio se afanaba en hacer gasto de tiza desarrollando todo tipo de funciones y ecuaciones matemáticas. A mi me interesaba, siempre se me dieron bien las matemáticas y les contaré una anécdota para darles un poco de asquito: estuve a punto de ir a reclamar la nota de esta asignatura en Selectividad porque estaba seguro de que me habían puntuado mal. El último año antes de aquel examen la profesora era una tal Emma: telita, y aún con eso me pareció que mi nota debería haber sido más alta.
Pero el Bacterio era un caso, vuelvo a ello. Su forma de hablar, casi para sí mismo, como con esfuerzo, con desgana, arrastrando las palabras como si fueran una molestia en su cerebro lleno de números y fórmulas. A medida que llenaba la pizarra, a su espalda nos entraba la impaciencia. Comenzaban las risas, las charlas. Y de vez en cuando el profesor giraba la mirada y ¡ay de aquel a quien pillara hablando! Toda la falta de sangre se le curaba de pronto a medida que execraba todo tipo de gritos para ‘recuperar’ la concentración perdida del alumno condenado. Y, de paso, los del resto.
Pero tal vez más que ese riesgo, lo que más temíamos todos era el momento en el que solicitaba a alguien que saliera a la palestra para resolver algún problema o demostrar que se había aprendido el tema. Antes de eso sonaba un escalofriante “¿algún voluntario?”. Ya podías estar seguro si querías intentarlo. Creo que nadie lo hizo, nunca. A continuación, el terror, que alguien tenía que ir al patíbulo. El profesor echaba la mirada a la lista de alumnos. Era un momento en el que la ciencia y la fe se daban la mano: por un lado los rezos para que no te tocara; por otro, la sabiduría legendaria que dice que si evitas cualquier tipo de contacto visual con la bestia te salvas.
Lo que más temíamos todos era el momento en el que solicitaba a alguien que saliera a la palestra para resolver algún problema o demostrar que se había aprendido el tema. Antes de eso sonaba un escalofriante “¿algún voluntario?”
Una vez me falló el invento y me tocó enfilar el camino a la pizarra. Como soy blanco de cuna apenas se me debió notar la palidez del instante. Quiero recordar que, pese a todo, fui muy seguro a contestar su desafío. Me vine arriba. Respondí con convencimiento… pero fallé. Y ese instante en el que vi mi vida en diapositivas me temí lo peor. Pero tuve suerte y el Bacterio debió darme por imposible y simplemente me dijo un “No” seco que me mandó a la lona, primero, y al pupitre, después, sin mayores consecuencias.
Pero otras veces no había tanta benevolencia. El pausado tono anodino del maestro se tornaba en tempestad, en gritos, en un proceso que todos coindíamos en que solo podía ser considerado como una humillación pública en la plaza del pueblo. El Bacterio…
Corolario el día después de publicar, también sobre el Bacterio. Como un eterno guiño a la memoria que le sustenta, un rasgo extraordinario de cercanía en semejante porte de seriedad: un chiste con el que se arrancó un día:
– Oiga, ¿a usted le gusta Plácido Domingo?
– Bueno… mejor que el jodido lunes, sin duda…
Un comentario en “Excusas, ansiedades y batallitas: de bebés y Bacterios”