Tekhenu, el juego del ¿molesto? obelisco

El antiguo Egipto es un territorio apasionante. Cuna de civilizaciones, de misterios y de tecnología, la amplitud de su éxito a lo largo de los siglos es aún hoy, a ojos de cualquier profano, un motivo de sorpresa y de asombro. Atendiendo a la cantidad de vestigios que nos ha legado aquella tierra, algunos de los cuales resisten el paso del tiempo desafiantes, es lógico sentir una atracción innata por conocer más y por recrear, de alguna manera, el día a día que hoy conocemos a través de la arqueología.

Es esta atracción la que ha hecho de los juegos ambientados en Egipto un filón que ha dado para cajas más o menos apañadas con enfoques muy diferentes. Y uno de los últimos ha sido Tekhenu, el obelisco del sol. Se trata de un diseño de Daniele Tascini y Dávid Turczi, el primero de los cuales tiene algo así como un sello personal en la puesta en el mercado de juegos tematizados en periodos históricos cuyo título comienza con la T, curiosamente la de su apellido. La F ya estaba cogida pero el ejercicio de humildad es para mencionarlo.

Sea como sea, lo que propone Tekhenu aquí es obtener la máxima gloria posible combinando nuestras artes como constructor, la sapiencia como gestor y, por supuesto, la dedicación a los dioses del panteón egipcio que, como veremos, lo impregnan todo. ¿Qué es la búsqueda de la eternidad sino un hacer la pelota de forma continua a los dioses para que le tengan a uno en consideración?

En Tekhenu nos colocamos en uno de estos bretes, el de hacer lo más que podamos para agradar a base de cuidar al pueblo, de construir lo que haga falta en el templo y de honrar a las deidades. Egipto da para eso y más y tal complicación se traduce en un juego de mesa soberbio a nivel visual, excelente en calidades del material e insano para dominarlo.

El corazón del juego es la rueda que está a los pies del obelisco. Es el aspecto más llamativo del montaje de la partida y, aunque su función es estética y hay quien le achaca que tapa los dados que quedan detrás a ojos del observador, realmente a nivel temático ayuda a meterse en el papel. El rondel está dividido en seis secciones, que a medida que avanza la acción quedarán encaradas ante cada dios. Este engranaje señala qué dados de los que están en cada zona se quedan expuestos ante la luz del sol, ocultos en la oscuridad, o en la penumbra.

Y según esa incidencia de la luz nos encontramos con dados que pueden ser puros o corruptos o incluso que queden vetados. Con eso en mente, y con una futura fase en la que el equilibrio entre unos y otros debe ser una prioridad, en cada turno cogemos aquel que más nos interese frente al dios cuya acción queramos ejecutar. Cualquier valor puede ser útil aunque, en la mayoría de dioses, las cifras restringen la acción de algún modo. Como en casi todo el ajetreo que propone Tekhenu, la idea aquí tampoco es tanto el obtener la máxima puntuación o elegir el dado con un número más alto como optimizar al máximo cada dado que se coja de la rueda.

Aun considerando que es un buen juego, sí que es cierto que hay alguna que otra acción que no deja de embarullar el conjunto. Todo lo relativo al templo es, cuanto menos, poco intuitivo: saber qué puntúas al colocar un pilar o un edificio, qué bonificaciones te llevas, etc. es un poco caótico dado que a veces solo cuentan tus cosas, en otras no… para ser el entorno que más puntos durante la partida es complejo.

Por otra parte, Tekhenu se plantea como un juego con mucha interacción. No de una forma directa, pero sí que hay una batalla continua por cada aspecto de la mecánica. Por ejemplo con la elección del dado ya se pueden dar zarpazos pero no es lo único: el posicionamiento de cada elemento sobre cada zona del tablero es clave. En la zona de talleres hay un minijuego de mayorías que te obliga a decidir entre la recompensa inmediata o la posibilidad de puntos al final; en el templo hay tortas por coger los mejores sitios para los pilares o para construir las casas más baratas o las estatuas que nos den puntos adicionales…

Muy al hilo, una de las cosas más difíciles de encajar por la crítica ha sido –es- la diferencia sustancial en la complejidad que ofrece cada una de las acciones. Mientras que en las que te permiten ubicar edificios en el templo hay que tener un ojo puesto en la calculadora, en otros casos la cosa es tan sencilla como mover un meeple las casillas que marque el dado. Personalmente no encuentro que esto sea un problema pero una de las críticas que se le han hecho al juego van por esta dirección.

En realidad, y aunque en el fondo no deja de ser un juego de gestión de recursos que concluye con una cierta ensalada de puntos, la pátina temática está muy bien implementada. El movimiento del obelisco y su influencia sobre los dados es muy interesante y ha permitido incluir otra variable en el funcionamiento que incide en el tener que pensarse las cosas aún más: el que tener que guardar un cierto equilibrio entre los valores que se toman desde los dados puros y los corruptos. Todos se van colocando en una balanza divina que mide nuestro karma. A efectos prácticos nos puede hacer perder puntos si está en la zona negativa y, además, es un sistema para configurar el orden de los turnos siguientes.

En esta balanza también se ubican los recursos de más que consigamos. Esa es otra de las cosas interesantes de la partida. Al comienzo nuestro nivel de producción en cualquiera de los cuatro materiales que hay (pan, pergamino, piedra y caliza) es mínimo y solo lo podemos mejorar mediante la construcción de edificios en las zona de talleres. Al coger un dado con un color asociado (solo el gris no otorga nada) hay que atender a ese nivel y, si nos excedemos al generarlo, lo que sobre se ubica en el lado del mal karma. La codicia en este juego suele ser una mala consejera. El tira y afloja entre lo que tienes, lo que necesitas y la forma de conseguirlo es un quebradero de cabeza constante. 

En paralelo, también tenemos la posibilidad de tener cartas en la mano. Además de en la preparación, se consiguen durante la partida a través de la acción de un dios determinado. Pueden ser de acción inmediata, de efectos permanentes o de puntuación final: son las bendiciones, tecnologías y decretos, respectivamente. Lo divertido del asunto es que el nivel de felicidad que tengamos marca el lugar de entre donde podemos conseguirlas, siendo las de decreto las más complejas de lograr.

En realidad, y más allá de la complejidad que tenga, lo primordial es asumir que todo está íntimamente relacionado. Ya hemos visto algunas pinceladas con lo de la producción pero incluso a la hora de elevar el nivel de población o felicidad, de poner una estatua o de colocar un pilar en el templo es preciso contar con que, o bien hay que tener un material que habremos conseguido antes, o que lo que hagamos ahora tendrá su incidencia posteriormente. Muy bien hilado todo.

Como no podía ser de otra manera, Tekhenu también ofrece un modo solitario al que le he dado con entusiasmo. Cada acción de dios y cada recurso tienen una loseta asociada con la que se construye una pirámide en la que, en cada turno, se activa una acción del bot, denominado con sorna Botankhamon. Lo que se hace es coger el dado de valor más elevado en la sección o del color indicado y activar un mecanismo que es muy similar al de un jugador humano. Dado que buena parte de la gracia del juego es posicionarse en las zonas de mayorías y taponar al rival, estas prioridades están muy bien marcadas y, aunque nuevamente el templo es un quebradero de cabeza, ofrece un contendiente muy duro al que solo le puedes ganar sudando sangre.

A nivel de sensaciones he de decir que Tekhenu es uno de los juegos que más me han atrapado últimamente. Me he encontrado un juego temáticamente soberbio, en el que hay que hilar muy fino para encajar todas las piezas para optimizar cada turno e ir consiguiendo las metas que nos propongamos.

Hay toneladas de estrategia en el desarrollo de la partida. Sin el concurso del obelisco que refleja la luz solar, la cosa podría ser qué construir dónde y qué, pero añadir a la ecuación la pureza de los dados, sus valores y el momentum generan situaciones de cierto sudor frío para no quedarse atrás. Y lo interesante del tema es que aquí, a diferencia de otros juegos del mismo palo, no me queda la sensación de deasrrollo incompleto al estilo de que si tienes un par de turnos más harías lo que no puedes. Aquí el sufrimiento es continuo porque encontrar la mejor jugada, la más óptima y la más rentable, te pone en un brete continuo que depende de los dados.

En este contexto, surgió hace no mucho una expansión, ‘Time of Seth’, que introducía nuevas mecánicas pero, al mismo tiempo, importantes novedades en cuanto a conceptos que estaban llamados a darle un giro al juego. ¿Realmente lo necesitaba? Bajo mi experiencia, la respuesta es no. Aun con los problemas que podía adolecer el juego básico, en mi opinión la solución no venía por ampliar las opciones y ofrecer, salvando las distancias, más de lo mismo.

El punto de partida de la ampliación es la puesta en escena de un nuevo dios, Seth, que anima a los jugadores a iniciar operaciones de conquista en territorios allende el imperio egipcio. Para ello, esta deidad usa un nuevo tablero que se adjunta al anterior y en el que hay seis casillas en las que cada jugador puede colocar hasta dos edificios. Como en casi todo lo demás, es el valor del dado el que señala el dónde.

Pero hay alguna que otra novedad en el mecanismo. La primera es que los dados que se usan para esto son grises, por lo que son siempre corruptos, y siempre se toman desde este nuevo tablero. Lo peculiar del asunto es que al no formar parte de la rueda habitual, su reposición es un proceso excesivamente azaroso que, en partidas a pocos jugadores –yo hablo desde mi experiencia en solitario, pero vale para la de dos jugadores-, podría dejar desierta la acción para casi toda la partida.

La otra peculiaridad es que, para construir aquí, se necesita hacer un pago… en soldados. Los militares son, junto a los sacerdotes, el otro añadido principal que trae la caja. Son otro recurso a controlar que permiten ejecutar acciones, como es el caso o activar efectos de algunas cartas, mediante religiosos. La contabilidad de ambas clases se lleva también en este tablero. Para conseguirlos es para lo que hay dos nuevos colores de dados en la ruleta, los azules y los rojos. Como el resto, permiten hacer la acción del dios donde se ubiquen y, al mismo tiempo (esto sí es nuevo) ganar ese valor en soldados o sacerdotes.

Ya que estamos con el tema cromático, también hay un nuevo dado verde: siempre puro y, este sí, sin que nos proporcione ningún tipo de recursos. Lo que sí comparten los tres es que sus valores carecen de 1 y de 6, inalcanzables igualmente a través de escribas.

Con este panorama volvemos a la pregunta, ¿es necesaria la expansión? No me queda claro. La he jugado menos que el básico, por lo que tal vez me quede aún recorrido para encontarle las bondades. Pero a nivel de impresiones lo cierto es que me deja una cierta sensación de embarullamiento que no era del todo necesario. La adición de un tablero nuevo me parece un pegote en términos de espacio y de diseño. No dudo de las horas de desarrollo que haya detrás pero al menos está claro que Seth llegó a posteriori y por eso el tablero original es tan grande y tan útil, sin espacio para incluir nada.

En general, tanto si hablamos de la expansión como del juego base, lo del material es para aplaudirlo. No por el tamaño, que ya con Seth se antoja descomunal, a la altura de la magnitud de las construcciones egipcias, sino por la calidad de todos los componentes. Y una de las cosas que más me gustan, ya que estamos, es la selección de colores tan poco usuales.

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