
Llegamos tan al límite que, de hecho, no llegamos. Esta reseña es a título póstumo pero no quería que el desfase de fechas me privara de dar cuenta, al menos en homenaje a la memoria (principalmente la mía) de una de las mejores muestras fotográficas que se han visto en la capital en los últimos meses, la de Gerardo Vielba (Madrid, 1921-1992) en la Sala Canal de Isabel II.
‘Fotógrafo. 1921-1992‘, se titulaba la exhibición, que es caso como decir «toda una vida con la cámara en las manos y en la mirada». Y es que puede que en la época que le tocó vivir, a Vielba lo de tomar imágenes no fuera más que una extensión de su deambular por calles, ciudades y rincones, de los que deja para la posteridad estampas que, si hay que agrupar bajo algún paraguas, es el de la alusión a la vida, a la frescura, a lo inmediato.
«Aunque no esté haciendo fotografías no dejo ni
Gerardo Vielba
un momento de mirar como fotógrafo, de manera
que mi trato con la luz es constante, siempre
estoy atento a ella (…) La luz no se deja describir,
supera lo que las palabras pueden decir»

Son palabras gruesas para una obra muy fina, que traza tintes más de arte que de documentalista, en unos tiempos de zozobra en la que las vanguardias trazaron caminos más abstractos que los que vemos ante sus imágenes. Surge así la personalidad de quien ve cosas que para el común de los mortales podrían pasar desapercibidas; cosas curiosas que invitan a la contemplación serena para dar tiempo a que el contexto acabe de poner en situación las fotografías.
Y es así como traza un camino propio y alejado de monotonías, que a veces se detenía en la crónica costumbrista de pueblos y ciudades, Madrid, Santander, incluso París, marcando una crónica visual y ¿casi involuntaria? de las diferencias sociales de la época según el lugar.

Fruto de este tipo de trabajos, que la muestra agrupaba bajo el epígrafe ‘Fotografías de 1962 a 1976’, es como Vielba se convierte en uno de los fotógrafos más influyentes del momento. Y ya no solo por el tema sino por la escenografía, la técnica depurada y el formalismo de algunas de sus fotos, que inmediatamente son reclamadas por las principales revistas ilustradas de la época.
Aunque esa visita a París se encuadra en esos años, la capital francesa ocupaba una planta entera del viejo depósito de agua. Y es que fue tal la intensidad con la que Vielba captó aquel fugaz viaje de 1962 que es lógico darle el peso que se merece a unas fotografías que, comparadas con la realidad de España, parecían no de Francia sino del mismísimo planeta Venus. Por una de aquellas imágenes, recordaban en los paneles de la exposición, el fotógrafo ganó el Premio Nacional de Bellas Artes en la categoría de Fotografía.

En otras ocasiones se daba a la que fue una de sus principales ocupaciones, el retrato, que por eso mismo tuvo un notable espacio dedicado en la exposición. Y tanto en unas como en otras sigue primando la sencillez, la empatía e incluso la ternura. Y, por supuesto, el contexto, el marco como una obsesión de completar la escena. En este sentido todo el encuadre es útil y nada parece accesorio.
“¿Qué fotografía hago? Paisajes, ensayos sobre
Gerardo Vielba
actitudes humanas en su ambiente, los diseños
del mar, los niños… Una parcela que me encanta:
retratos con aire y tiempo; aquí y allá, retrato en
Arévalo, retrato en Castro Urdiales, retrato en
Pastrana…»

Esta filosofía es especialmente en esa parte de retratos en los que la obsesión por dotarles de un escenario es significativa e incluso, con el resto de principales notas de identidad de su obra, ya se apuntan en la primera etapa que también se abordaba en la exposición.
De alguna manera, esta primera fase ya sirve como pauta para el resto, esa facilidad para llamar la atención del espectador y conectar con él, trasladándole a otra época, a otro tiempo, a hoy mismo.