
…por ejemplo que, si sueñas con él, alguien muere en unas horas.
No lo tomen como una de esas supercherías antiguas que enturbiaron el entendimiento de nuestras abuelas, sino como un recurso literario que describe lo que ocurre cuando una de las protagonistas de El día que Selma soñó con un Okapi (2017) sueña con este animal casi fantasioso.
Y sucede que, en el pequeño pueblo alemán donde reside Selma, donde todos se conocen, que esa peculiar vecina reconozca que este animal ha ‘activado’ durante su sueño la cuenta atrás para alguien próximo, mueve una suerte de histeria colectiva. Pero no como cabría suponer, de un (breve) tiempo de desenfreno entregados a los instintos, que no es eso, no olvidemos que solo morirá uno, no todos en masa. Aquí la cosa es más íntima: cartas de última hora -por si acaso- que transmiten aquellas palabras que nunca se dijeron. O secretos que van y vienen, por mucho que en un pueblo todos se conozcan y todo se conozca.

Y aunque ese ambiente pudiera resultar opresivo si lo piensan bien, en la novela de Mariana Leky (Colonia, 1973) está tratado con una memorable dosis de amabilidad, que realmente aparta los malos rollos para centrarse en las historias de unos personajes carismáticos, cercanos, y que parecen abrigar poca o nula maldad. Todos ellos conforman una comunidad ‘con sus cosas’ pero en la que, inevitablemente, todos podríamos sentirnos cómodos viviendo.
Es una novela muy blanca en ese sentido. Todo fluye de una forma serena no solo en lo que pasa sino en el cómo se cuentan las cosas. Tanto, que no será extraño pensar que haya momentos en los que sucede entre poco o nada. Pero piensen que tras esa serenidad siempre se avanza, aun imperceptiblemente, como esos árboles que, aunque no parezca haber viento, tienen movimiento en sus hojas. Solo hay que fijarse muy bien.
Aquí la aparente parsimonia da para una historia que se prolonga en la ficción durante años sin que apenas lo notemos. Pero sí, vaya si lo notamos. Además de Selma y su extraño ¿poder? vamos ahondando en las historias del resto de vecinos, especialmente en un grupo aún más reducido que son familia casi literalmente -incluido un perro gigante que parece desafiar al tiempo- , y en torno al cual va desgranándose una rutina peculiar, que se nutre de camaradería, de estoicismo, de humor y de una indudable ternura no exenta de algún que otro drama.
Junto a la mujer que da nombre a la novela, el otro papel protagonista recae en su nieta Louise, una joven peculiar en un entorno peculiar que vive experiencias peculiares, como no podía ser de otra manera en ese contexto. Su voz es la que guía la naración. Es una manera de resaltar que, pese a la uniformidad que percibimos en la masa de gente con la que nos cruzamos diariamente, cada cual pasa por experiencias del mismo modo que nosotros y todos, sin excepción, tienen su historia personal que, como en el caso de esta chica, nos emocionaría hasta las trancas.

En realidad, la novela trasluce esperanza pero es cierto que hay momentos en los que, a poco que les pille el día sensible, se descubrirán llorando a moco tendido. Tal es la emotividad de algunos instantes clave y del cómo reaccionan los protagonistas, de una manera tan naturalmente humana que uno casi querría estar dentro del libro para darles un abrazo y compartir sus sentimientos. O que nos den el abrazo a nosotros también, vaya.
Pero sí, la cosa va de esperanza y de amor, de cosas dichas y cosas no dichas. O de cosas que, haya o no okapis de por medio, pueden cambiarnos la vida y que mejor no guardarse dentro, por lo que pueda pasar.