Oregón: la plácida conquista del Oeste

Hablamos de ‘Oregón‘ en su día, hace mucho tiempo, ciertamente, y quedó en el aire una mirada más profunda a este juego que, si recuerdan, triunfó de una manera especial entre los que fuimos presentando a un pato que se iniciaba en esto de los juegos de mesa. Camino de ¡siete años! de aquella iniciación, el novato que ya no lo era tanto y el veterano que ahora cada día lo es un poco más se volvieron a reunir en torno al tablero de esa inhóspita y salvaje región del Oeste que estaba aún por colonizar. Pero no quedó ahí la cosa. Pasó el tiempo y volvimos allí recurrentemente. Y ahora, desde nuestra atalaya, contemplamos todo ese terreno que un día nos fue prometido.

La primera regla en este juego de 2007 (¿esto ya es ludoprehistoria?) de Henrik Berg y Åse Berg (padres de Rattus, entre otros) no es otra que entender el mapa que, lejos de ser un elemento decorativo, es el eje en torno al que gira la partida. No hay sorpresas: sobre el mismo hay varios tipos de terreno. A saber, montaña, pradera, tierra y lagos.

Los jugadores tratan de acceder a las zonas que les interesen para colocar a sus pioneros o para construir edificios. La manera de alcanzarlas supone el único quebradero de cabeza del juego, aunque verán que es mínimo: alrededor del mapa hay unos iconos que delimitan zonas del tablero en cuadrículas.

Es, por decirlo de una forma más sencilla aún, un sistema de coordenadas en el que los números y las letras se han sustituido por elementos ‘temáticos’: fuego, águila, bisonte, carretas y colonos. Estos iconos los tenemos en la mano en forma de cartas de localización que se roban al azar de un mazo común. Así, cuando se quiera colocar un personaje en la mesa, bajamos dos cartas y elegimos uno de los espacios libres dentro del cruce de ambos elementos.

El sistema de construcción es más fácil incluso. Se elige uno de los siete edificios disponibles que tengamos en la mano también en forma de carta y se baja junto a otra carta de coordenada. Y entonces la loseta que lo representa se planta donde se quiera, siempre y cuando sea en el tipo de terreno adecuado y pensando, como en el caso anterior, en maximizar el número de puntos que ganaremos con ello. Porque para sumar puntos, que es el objetivo final, hay que colocar los pioneros junto a edificios, o viceversa.

A tener en cuenta: lo que se coloque, sea loseta de edificio o muñequito, afecta o queda afectado por todo lo que le rodea. Sin entrar en los matices de cada tipo de construcción, los granjeros reciben puntos por los edificios que le queden adyacentes al entrar en juego y,  del mismo modo, los edificios otorgan puntos y/o ventajas a los que estén pegados a su sitio de colocación.

Si ya de por sí el juego es sencillo y dinámico, el hecho de que la puntuación sea directa fomenta el intercambio de golpes. No es que permita una estrategia muy profunda porque hay que ir robando cartas y adaptándose a la mano que se tenga, pero no es un juego que abrace el azar de forma decisiva. No siempre, al menos. La incertidumbre queda para el robo de cartas y para el momento en el que se descubren las fichas de pepitas de oro y carbón que otorgan las minas y que suponen una reserva de puntos que queda oculta hasta el final permitiendo, por qué no, un giro inesperado a una partida que podría parecer resuelta. Y aún así, los tanteos suelen ser emocionantes y ajustados.

Sobre el número de jugadores, poco o nada que decir porque a dos se juega bien, a tres también y a cuatro también. Escala perfecto y aunque en juegos de este tipo -me viene a la cabeza ‘Aventureros al tren‘, por ejemplo’-, el mapa puede hacerse muy grande a dos si las cartas dirigen la acción de los concursantes hacia territorios alejados entre sí, siempre suele haber pelea y es ese equilibrio entre estrategia, suerte e interacción el que acaba encandilando. Más aún cuando hablamos de partidas muy rápidas y agradables. Lo plácido de ser un pionero.

Oregón es un muy buen juego sencillo, de introducción, de esos que, con dos reglas te aseguran un rato más que entretenido.

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