‘Absoluta presencia’ (de los miedos ¿y la esperanza?)

Absoluta presencia, de Luisa Etxenike (San Sebastián, 1957).

Reconozco que mi paciencia le concedió pocos minutos a este libro antes de caer rendido al sueño la primera vez que lo abrí. Al día siguiente, ya con más frescura, tampoco mejoró mucho la cosa: su primer capítulo me pareció tal peñazo que tentado estuve no solo de abandonar su lectura, sino de dejar el libro en algún banco de la sala de espera del médico donde me metí en sus páginas por primera vez.

Y lo hubiera lamentado, porque la segunda parte me tocó dentro y me reconcilió con sus páginas. Le beneficia que, en ese punto y hasta el final, se desnuda del artificio de la primera, farragosa, innecesariamente lenta y con pasajes vacíos o que directamente no supe entender.

No obstante, ahí conocemos la historia. O el arranque de la misma. Un hombre, un padre de familia, que denota una cierta inseguridad vital que parte -eso vamos entendiendo- de una infancia plagada de miedos y de complejos que de ninguna manera quiere transmitir a sus propios hijos. Pero no sabe si podrá, y es tal la angustia que transmite por ello que no podemos por menos que sentir cierta aprensión a lo que se antoja una existencia angustiosa.

Y sucede que Luc, como así se llama el protagonista, descubre deambulando por París una galería de arte en la que se exhibe un trabajo de la fotógrafa Ada Lasa. Aunque está especializada en naturaleza «salvaje», en esa ocasión muestra una serie muy especial, dado su bagaje: imágenes de gran formato en las que, mayormente, se ve a un anciano en pijama, bastante descuidado, y con poses un tanto estrafalarias.

No todas las estampas muestran solo al hombre -también aparece una misteriosa mujer-, pero en la mayoría hay un detalle que activa los resortes de la memoria de Luc: los trozos de azul que la artista, a modo casi de collage, implanta en sus obras, tanto en los ojos de los personajes como en los suelos, un tono que retrotrae al padre de familia a cuando era niño y a los veranos en los que compartía su tiempo con familiares y las misas. De hecho, ese azul, reconoce, es el mismo del «manto de la Virgen» de la iglesia que frecuentaban entonces.

Surge en su interior la necesidad de hablar con la autora y de buscar una explicación a las tomas, algo que explique la conexión que pretende descubrir entre ese aquí y ahora y el suyo de pequeño. Pero hasta no saber más, es el misterio de todos los que nos ponemos alguna vez ante el arte: a cada cuál le sugiere algo y no siempre tiene por qué coincidir con el parido por su creador.

Hasta aquí, el planteamiento, la historia como se conoce en el primer capítulo, a grandes rasgos. En la segunda cambia el registro y, de una forma muy original, se mete en la intrahistoria de cada fotografía, explicada por su autora. Y si hasta ese momento la novela era bastante anodina, esta parte fue suficiente como para variar el juicio y sentirse, como decía antes, bastante tocado.

A partir de entonces se ponen las cartas sobre la mesa y la historia fluye con mucha más claridad. Seguimos con la historia vital de la fotógrafa, en la que tendremos que ir más allá del nudo en el estómago que nos provoca conocer la realidad de sus padres (esa es la tercera historia que publicita el libro en su dorso), una existencia pretendidamente feliz en San Sebastián que se trunca por la amenaza terrorista, que les empuja casi físicamente al exilio parisino o, como dice la autora en el debate sobre la obra que pueden ver en el vídeo que sigue, «volverse extranjeros, que es colocar distancia». Eso explicará la actitud y la situación de los personajes de las fotos y, por qué no, también lo que intenta Luc respecto a sus terrores juveniles.

En el caso de Ada y Luc, los caminos se retuercen y se refuerzan en la medida en la que ambos, con su breve pero intenso encuentro, aportan al otro lo que tal vez necesitaban para sus respectivos fines en la novela, para que todo cuadre y adquiera un sentido.

He de decir que me chirría un poco la historia del hombre. No tanto por lo que cuenta, sino porque no me parece muy creíble que esa suerte de crisis existencial que describe cuando le conocemos, acabe casi de un plumazo tras la conversación y la reflexión posterior con Ada. El dinero que nos ahorraríamos en psicólogos si las cosas fueran tan sencillas.

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