Berenice Abbott, Nueva York, ciencia y modernidad

West Street, 1932

A uno le apena no haber pisado Nueva York aún, y mucho menos no conocer esa ciudad hasta el punto de complacerse en el detalle que los neófitos no reconocerían en una misma imagen. O hasta el punto de reconocer edificios aparentemente anónimos, calles poco transitadas o esquinas que solo se descubren con paseos llenos de calma y curiosidad, algo a lo que el ajetreo del turismo del siglo XXI invita más bien poco.

A uno le apena no haber pisado Nueva York aún porque, camino de un siglo después de que Berenice Abbott (Springfield, Ohio, 1898 – Monson, Maine, 1991) retratara aquellas calles, y aun teniendo referencias puramente cinematográficas, la capital del mundo es tan reconocible que solo puede por menos que colocarse ante las imágenes y admirarse y casi hacer el esfuerzo de creer en que lo que hay ante nuestros ojos es de verdad.

Rockefeller Center, ca. 1932

Porque aquel Nueva York de sus negativos puede que sea reconocible en el actual pero todo lo que se muestra en la exposición de Fundación Mapfre parece como si fuera un decorado, como pleno de atrezzo y ambientación artificial. Demasiado bueno, demasiado real, como para ser cierto.

Y no obstante, lo es, lo es. Decenas de imágenes de la afamada fotógrafa configuran un caleidoscopio de la ciudad estadounidense que bien pudiera considerarse documental, a medio camino entre el arte, la curiosidad paisajística y lo puramente sociológico. Si bien hay muchos retratos, especialmente en su primera época, volvemos a un estilo que se maravilla por los gigantes de hormigón y acero que empequeñecen la figura humana pero que al mismo tiempo la ensalzan, como creadores de un tejido urbano en constante cambio y cuyo dinamismo, aún hoy, camino de un siglo después, solo puede ir a más. En una palabra: modernidad. De ayer, hoy y siempre.

Gunsmith and Police. Department 6 Centre Market Pl and 240 Centre St, Manhattan, 1937.

Es un acierto de Abbott fijarse en la génesis, en su apuesta por lo que permanecerá en un entorno en el que esas modernidades verticales conviven aún con descampados desangelados e incluso -casi más sorprendente- con pequeños edificios y tiendas de barrio más próximas al pueblo de provincias que a una megalópolis que ya entonces se abría a la inmigración que daría carácter a sus distritos.

Esta concepción de la fotografía está en sus genes pero también obedece a una vocación personal que fue a encontrar a miles de kilómetros de distancia. Porque fue en París donde adquiere su querencia por el medio. Tuvo como mentor a Man Ray, con quien trabajó en su estudio. Sin embargo, buena parte de su legado rinde pleitesía a otro fotógrafo, mucho menos conocido, pero cuya obra supone una influencia reconocida y admirada: Eugène Atget.

Berenice Abbott. City Arabesque, 1938.

De Atget aprende a detenerse en aquello que conforma el carácter de la ciudad más allá de sus zonas más famosas. La trastienda, por decirlo así: paisajes y tipos muy alejados del glamour. Tal fue su impronta en Abbott, que la fotógrafa estadounidense decidió adquirir el archivo de su mentor y reivindicarlo durante toda su carrera. De hecho, en la sala Recoletos de Fundación Mapfre hay un espacio en el que se muestran también las tomas de Atget.

Más allá de las fotografías más urbanas, una de las sorpresas que depara la exposición es la colección de tomas científicas. Son imágenes en las que la experimentación le sirve para tomar fotos que llegaron a ilustrar fenómenos físicos que añaden al vistazo abstracto una notable utilidad en el ámbito de la Ciencia.

Interference Pattern, 1958-61.

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