La historia de un buscavidas. Un pícaro venido a más, con clase, de los que nace uno entre cientos, acento argentino perdido en los vaivenes de la vida que le llevan por uno y otro país, guiado por la buena y/o la mala fortuna en busca de la oportunidad de seguir sobreviviendo un poco, siquiera un poco más, hasta donde pueda, siempre con principios, con elegancia y con un estoicismo casi feroz.

Max Costa es un hombre carismático aún sin conocerle. Pero en persona, a fe que debe ganar, si uno se cree -y no tendría por qué no hacerlo- su atractivo físico, su labia y su clase, tal como lo describe su creador, Arturo Pérez-Reverte.
Pero la historia que narra El tango de la Guardia Vieja versa solo sobre uno de los capítulos de la vida del truhán, la que acontece en el momento en el que, ganándose las habichuelas como bailarín mundano del buque transoceánico Cap Polonio, entabla contacto con la bellísima, magnética y rica Mecha Inzunza.
El tango como nexo entre dos mundos tan dispares que se tocan con descarada carnalidad en la pista de baile; el punto de encuentro que lo cambiará todo. En esa relación en la que desde pronto se masca la tensión sexual aún habremos de contemplar escenarios inesperados. El primero, ya fuera del barco y llegándose a Buenos Aires, es el descubrimiento de la esencia del tango en los bares casi clandestinos de los arrabales bonaerenses, donde la ostentación es casi una diana para acabar con un tiro descerrajado o, en el mejor de los casos, con la cara marcada.

Allí el trío protagonista –Max, Mecha, y su marido, un compositor famosísimo, Armando de Troeye– comparten esta experiencia que, para el adinerado matrimonio, casi constituye un viaje exótico a un submundo. No obstante, mientras el pícaro galán se desfoga con ella al compás de la sentida música del tango primigenio, el marido se inspira para componer una melodía que, de no estar hablando de una ficción literaria, hoy nos sonaría. Sí, lo han adivinado: esa canción se llama El tango de la Guardia Vieja.
Poco después llega la resolución de aquella tensión sexual. Y luego, la huida y, con ella, el fin del libro de acuerdo a su título.

Porque a partir de esa ruptura del momentum se inicia una segunda parte en la que se cruzan hasta tres líneas temporales a ritmo del tango, que nunca lo perderemos de vista del todo. No obstante, el libro trenza narraciones en ambientaciones físicas y temporales muy diferentes: desde la opulencia mostrada de 1928, pasamos a un ambiente oscuro, marcado por la Guerra Civil española y la inminente contienda en el resto de Europa, que afecta no solo nuestro territorio, sino que extiende sus tentáculos hasta los círculos más exclusivos en los lugares más impensables y por los motivos más insospechados.
En uno de ellos precisamente quedará atrapado Max Costa, el antiguo pícaro, ladronzuelo y buscavidas de guante blanco, que tendrá que lidiar en Niza con un sórdido episodio de espionaje en cuyo transcurso volverá a cruzar su camino con el de aquella mujer a la que nunca olvidó del todo.
Y más. Aun años después, muchos años después, cuando de sus tiempos de gloria solo queda la planta, el pelo encanecido y los recuerdos no-del-todo-añorados, volverá a estar ante ella y ante el nuevo reto de ayudar al hijo de ella, estrella en ciernes del ajedrez. Y.