
La Fórmula 1 es la competición más prestigiosa del mundo del motor. Se trata de una modalidad que atrae cientos de millones de miradas, muchas de admiración, otras de fascinación y, las que más, llenas de la envidia por el lujo y el glamour que rodea a este deporte. Y es que el Gran Circo es una actividad que atrapa casi más por lo que la rodea que por lo que uno ve cada semana en los circuitos. Pero de un modo u otro, es innegable que esta pelea de 20 pilotos sobre el asfalto, al volante de los monoplazas más avanzados del planeta, es magnética.
F1: Drive to survive. El documental producido por Netflix está verdaderamente bien para meter la cabeza en ese guirigay, siquiera un poco. Se agradece el esfuerzo de mostrar las interioridades de una competición tan dada al secretismo y casi, de alguna manera, a lo esotérico. De lo poco o nada que sabemos de lo técnico, sí nos queda la sensación de que, más que la velocidad de los coches, están los flujos de datos, de análisis, de simulaciones que concluyen en unas carreras más bien planas y carentes de emoción.

Y, sin embargo, esta serie tiene el valor de ir más allá de todos esos datos fríos y meterse -o intentarlo, al menos- en la piel, en la cabeza, y en el corazón de muchos de los protagonistas de cada fin de semana.
Desde que la F1 cambió de dueños, del histriónico y personalista Bernie Ecclestone, que salió escaldado por varios escándalos, a los estadounidenses de Liberty Media, la competición ha virado hacia un concepto más americano, en el que la prioridad ha sido tanto el buscar más acción en pista como, sobre todo, en venderse de una manera más acertada que antaño. No hay que extrañarse, pues, de los privilegios de los que han gozado las cámaras durante este rodaje.

Y eso que una de las críticas sea que vayan a ser precisamente los pilotos de Ferrari y Mercedes, los dos más grandes del momento, los que no participen en los episodios.
Se les echa de menos pero realmente puede que no hagan tanta falta y, por otra parte, se puede echar un vistazo al ecosistema que está detrás de aquellos a los aman las cámaras. Y es que esta primera temporada de la serie (parece que habrá más en el futuro) es una oda a esa emoción que subyace bajo el casco. No hay que dejar de lado el hecho de que todo está medido pero al menos sí que se percibe un esfuerzo de todos por mostrarse amigables, cercanos y sinceros -¡incluso Fernando Alonso!-.

La serie va haciendo un repaso durante el pasado año a través de los equipos menos boyantes. Sí, está Red Bull, que de hecho es muy protagonista, pero la dimensión que intenta mostrar el reportaje es la del drama que existe en la casi desconocida pelea a muerte por la cuarta posición, la lucha por los puntos o directamente por no acabar en el fondo de la clasificación. En ese sentido, la presión que se ejerce durante cada estamento es tan brutal que casi casi traspasa la pantalla.
Eso explica que las historias estén llenas de sonrisas con el colmillo retorcido. Es verdaderamente asombroso el grado de cinismo que destilan las escenas, la capacidad de superarse en el egoísmo y la ambición sin límites ni escrúpulos que se percibe en la mayoría de protagonistas. Es tan así que no será extraño quedarse con la idea de que los más blandos de la película son los que más pierden, caso de Esteban Ocon (que este 2019 se ha quedado sin plaza) o de uno de los más protagonistas, el australiano Daniel Ricciardo, que ha dado un claro paso atrás en su fichaje por Renault.

Otra de las cosas peculiares es el cómo incluso entre miembros del mismo equipo vuelan los puñales. Y no entre pilotos, que eso ya se sabía (aunque veremos escenas increíbles que lo ilustran), sino entre directivos y empleados e incluso conductores. El reino de la puya y las puñaladas. Es todo un ‘a ver quién la tiene más grande’ constante.
Pero para el que guste de la F1 la serie es espectacular. Es cierto que se recrea mucho en el conflicto y durante las carreras, también en los accidentes. Pero aún así merece mucho la pena esta óptica diferente, más íntima y menos conocida de todo lo que ocurre entre bambalinas en el Gran Circo, donde las puñaladas vuelan rápido, muy rápido.
