
No hay ciudad, por lujosa, mítica o legendaria que sea, que pueda resistir un escrutinio de sus suburbios y zonas más desfavorecidas. A la sombra de la opulencia de los rascacielos o, en el caso de Los Ángeles, de esa colina de lujo llamada Hollywood, también hay retazos de pobreza que la equiparan, por lo bajo, con cualquier otro lugar del orbe.
No es una sorpresa, a decir verdad, ya que muchos de esos escenarios los hemos visto una y mil veces a través de películas o incluso videojuegos. Sin embargo, la fotografía de Anthony Hernandez (Los Ángeles, 1947), que se muestra estos días en la sala Bárbara de Braganza de la Fundación Mapfre, le da un toque más cercano y más reflexivo, desde la óptica de alguien nativo y que, por ello, indagó casi sin querer en esa ciudad real que se esconde tras los focos de sus avenidas y zonas más glamourosas.

La muestra es verdaderamente excelsa. Analizada en su conjunto, resalta la capacidad del fotógrafo por no arrugarse ante ningún reto, ofreciendo acercamientos muy diferentes, casi contrapuestos, a un referente único, que es la persona, presente o ausente.
El componente humano es más obvio en la primera parte de su trabajo, en la que se ven, además, algunas de sus imágenes más amables, casi caricaturescas. Hay quien piensa que la saturación de color de esas primeras tomas suyas más allá del blanco y negro tienen un tinte irónico añadido, y nunca mejor dicho. Muchas de ellas están tomadas en algunos de los ejes comerciales de la ciudad, en la que se encuentra con una profusión de estilos, de personas y personajes que caminan, compran y, en cierto modo, se exhiben, como diagnostica el propio fotógrafo.

Sucede que Hernandez viró pronto hacia una fotografía menos callejera. O incluso más, el debate está abierto. Sí, definitivamente fue más de calle en sentido literal, porque poco a poco y a medida que cambió su equipo fotográfico por uno más voluminoso, comenzó a hacer tomas más reposadas en lugares de Los Ángeles que son auténticas obras maestras pero que, no obstante, carecen de la inmediatez y de la agilidad de las otras.

El resultado de esa serie son tomas muy coloridas y hasta casi caricaturescas, en las que hay un documento social y geográfico de primera magnitud, como una ventana abierta a la década de los 70. Es, por decirlo de algún modo, como una prueba de que tales años existieron para todos los que nacimos lejos de aquello en espacio y en tiempo.

Lo que las une es el factor humano. Porque Anthony Hernandez va alejándose poco a poco de la ciudad, siguiendo el rastro de sus semejantes. A veces la distancia no es tanto geográfica como social. Vemos, por tanto, series dedicadas a obras inacabadas u otras en las que se ven los lugares en los que pasan las noches los sintecho.

El esquema se repite de alguna manera incluso en algunas de las instantáneas que tomará en algunos de sus viajes, sobre todo en Las Vegas, donde queda fascinado por ese punto limítrofe entre la ciudad y el desierto en el que proliferan los campos de tiro clandestinos, ofreciendo imágenes sugerentemente apocalípticas.

Su fotografía seguirá tomando este camino más figurativo y simbólico, pero siempre, como decimos, apegado a la denuncia social. Siempre con la ciudad como tema y su relación con sus habitantes más desfavorecidos, mantiene su trabajo enfocado hacia esa suerte de documentación personal que le lleva a retratar lo que denomina ‘ruinas urbanas’, que no es otra cosa que esqueletos de construcciones abortadas que busca -y encuentra- no solo en su ciudad, sino allá donde viajó, con especial hincapié en Roma. Allí, ese afán de arqueólogo se centró en contraponer a todos los monumentos de la ciudad eterna aquello concebido en la era contemporánea pero que ni siquiera fue acabado.

Pero aun con estos escarceos internacionales (que incluso le llevaron a Madrid), al final su lente regresa al punto de origen, al Los Ángeles más mundano, el suyo, en el que comprueba la gran diferencia en los rincones que frecuentó de niño entre aquellos tiempos y la actualidad, por obra y gracia del paso de los años, del aumento de población y, por qué no, de la degradación asociada.

Concluye la muestra una serie muy peculiar que responde, sin embargo, a estos parámetros íntimos de aunar la calle, lo humano y el progreso. Son las correspondientes a la serie ‘Imágenes filtradas’, en las que Hernández juega con las rejillas circulares de las paradas de autobús para poner a sus usuarios en valor, por mucho que el espectador contemple manchas de colores borrosas.