El jinete polaco en la Mágina que todos tenemos

'El jinete polaco', pintura de Rembrandt que le da nombre al libro.

He tenido una curiosa relación con El jinete polaco, de Antonio Muñoz Molina (1991). Lo intenté leer hace tiempo, años atrás, recomendación mediante. Pero no pude. No tuve fuerzas al comprenderlo como una de esas obras que convierten la narración en un ladrillo a base de jugar sin sentido con los signos de puntuación y con el andarse por las ramas según van desmadejando su mensaje hasta el punto en el que, entre una cosa y otra, el lector -o sea, yo- acaba fuera de la novela, sin enterarse de mucho y con la frustración de verse abocado a dejar algo empezado.

Puede que este fuera el primer libro con el que decidír no obligarme a seguir leyendo algo que, por lo que fuera, no me entraba en ese momento. Rendirse pasó a ser una opción; y sana, debo añadir. Aunque en el momento fue una pequeña humillación,  ahora que lo pienso no sé si tan dudoso honor le corresponde a La Montaña del Alma, del chino Gao Xingjian, con el que sencillamente no he podido en mis dos intentos previos. Se me hace bola, qué les puedo decir.

jinete02Pero volvamos a El jinete polaco. Las páginas de la pequeña edición de bolsillo que tengo ya hace tiempo que empezaron a amarillear. Lo que no cambió fue la primera frase sin puntos, que abarca -calculo a ojímetro– unas 300 páginas. Exagero, pero por poco. El caso es que es una obra exigente y cuyo aroma en el paladar, de primeras, es áspero. Pero una vez que uno hace el oído a ese idioma particular que usa el autor, el lector se topa con un texto que recompensa el esfuerzo con creces.

Y eso que la historia que subyace en sus letras es bastante simple. Una pareja adulta, plena y madura, se cuentan el uno al otro sus recuerdos. Y aunque ambos se han encontrado entrada ya la madurez, en realidad es un reencuentro en el que la conversación va trenzando los puntos en común que compartieron en el pasado. Ambos ponen sobre la mesa sus historias, sus visiones tan diferentes de lo vivido, si bien transcurren en un entorno común: Mágina, la localidad fantástica que Muñoz Molina inventa para la novela pero como tantos otros puntos de la topografía literaria, se ancla a la conciencia con tanta rotundidad como el Macondo de García Márquez.

No es exagerado decir que Mágina viene a ser la gran protagonista de estas páginas. Como alter ego de la Úbeda jiennense en la que se alumbró al escritor, la ciudad es un ente vivo en el que sus personajes, sus calles y sus circunstancias tienen nombre y apellidos y sirven de escenario a las historias de vida -y de familia- que se tejen en sus hogares y sus huertas.

Mágina se presenta como un ente vivo en el que sus personajes, sus calles y sus circunstancias tienen nombre y apellido

Conocemos estas cosas gracias a esta pareja. Uno, él, nacido allí, crecido allí y hecho hombre allí; ella, hija del pueblo en lo simbólico pero americana en lo puramente material, acude al pueblo de su padre para descubrir las raíces de su progenitor y encontrarse con un mundo tan absorbente como distinto al acostumbrado y que la atrapará.

Durante las más de 600 páginas del libro asistimos a este ejercicio de memoria en el que las sagas familiares van desarrollándose: una pareja desnuda en una cama. Es a través de esa apertura sin reservas al otro como conocemos a personajes tan carismáticos como Ramiro el Retratista, por ejemplo, uno de esos secundarios destinados a perdurar en la memoria. Aunque hay más, muchos más que adquieren corporeidad en cada mención o en cada uno de los rasgos con los que Muñoz Molina los dibuja en su lienzo costumbrista de un pueblo o, mejor dicho, de una España rural que sufrió en sus calles todos los avatares del movido siglo XX.

No quiero hacerme pasar por un experto en literatura porque no lo soy; ya me gustaría, pero no. Pero desde mi nivel más que básico hay dos argumentos que me encandilan especialmente de la novela. Uno, más formal, es el léxico. La forma de escribir de este hombre (este es mi primer acercamiento a su obra) me ha terminado gustando pero aún más la inmensa versatilidad de su diccionario. He disfrutado mucho -compréndanme- con cada uno de los vocablos que me han obligado a consultar su significado en el diccionario. Salir de tu zona de confort en estas cosas, y más cuando tu labor profesional también son las palabras, es muy de agradecer.

El otro motivo es más subjetivo. No seré el único que, libro en mano, gusta de señalar, apuntar o subrayar una frase o fragmento que le llegue especialmente. Con esta novela pronto empecé a hacerlo pero pronto, muy pronto, me vi desbordado en esa tarea. De lo que te das cuenta leyendo esta obra es de que aunque la historia narrada no sea la mía ni en tiempo ni en forma, al final es muy fácil sentirse identificado con lo leído y echar, sin querer o sin querer evitarlo, un vistazo a tu propia historia. Ese despertar de la nostalgia es un mérito indudable aquí porque todos, sin excepción, tenemos dentro una Mágina a la que nos gusta regresar de vez en cuando.

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