
Perder una guerra décadas atrás y se contempla desde el balcón de un próspero presente debe ser sin duda un motivo de orgullo, el ver cómo una nación es capaz de levantarse desde la devastación. Pero las cicatrices no siempre -o nunca, por mejor decir- siguen a la vista. Imagino que perder una guerra mundial si sobrevives más o menos indemne te da para bastantes historias pero como país debe ser humillante y más, si como fue el caso para Japón, se fue a la lona tras sufrir ataques con armas nucleares y, tras su rendición, sufrir la ocupación del ejército americano.
Y en ese contexto, encontramos a Shomei Tomatsu (1930-2012). Documentalista, curioso, su cámara retrató aspectos de aquellos años de ocupación desde una óptica diferente, poco usual y más en aquella convulsa posguerra que a él le pilla, por edad, en el inicio de su andadura. Él es el protagonista de la exposición que puede verse hasta el 16 de septiembre en Fundación Mapfre Barcelona, en la céntrica Casa Garriga Nogués.
La muestra hace un recorrido por sus 60 años de trabajo. Durante esas décadas fija su objetivo en un telón de fondo que se alimenta de las heridas -las físicas- aún abiertas tras la II Guerra Mundial. Un país convertido en solar, en el que se respira aún una desconfianza y un miedo atroz en las miradas; un país con la piel rota, sin esperanza y en las manos de los ocupantes. De esa primera época datan algunas de sus imágenes más icónicas, de ruinas, de personas afectadas por las explosiones o sencillamente de objetos cotidianos detenidos en el tiempo por mor de la violencia. Tomatsu las detuvo una segunda vez, y para siempre, en sus negativos.
Entre este catálogo del horror destacan las historias humanas de los hibakusha, los que pasaron en los fogonazos atómicos de una vida normal a ser una especie de apestados a los que pocos o nadie quisieron acercarse, a veces ni siquiera su gobierno. La fotografía de Tomatsu fue, en este sentido, casi un servicio público para humanizar lo que por mor de la guerra aparecía deshumanizado. Su mirada fue la de muchos otros que no quisieron acercarse y hoy su trabajo en este campo es uno de los más meritorios de su catálogo.
Pero no quedó ahí. También se dedicó a observar la vida en torno a las bases estadounidenses establecidas durante la guerra y en el cómo esa presencia trastocó la apacible vida que existían hasta entonces en aquellos lugares.
Luego está el código de color. Al margen de sus encuadres osados y su temática social, el fotógrafo también marcó conscientemente una línea roja en cuanto al uso del color en su trabajo. Destinó el blanco y negro para aquellas tomas en las que la guerra era el tema de fondo. Por el contrario, el color se generalizó en todo lo demás.
Y esta parte es igualmente apasionante. Con menos carga política pero con la marcada impronta de un observador casi neutral se mueve por escenarios que trazan un completo mosaico de las contradicciones de la sociedad de su país. Así, asistimos a través de su objetivo al renacimiento japonés que ha desembocado en una de las potencias mundiales. Transgresión, rebeliones que aprendieron a convivir con las costumbres más enraizadas a nivel social y religioso.
En todo esto surge para Tomatsu un oasis de calma en el exhuberante paraíso de la isla de Okinawa, a donde acudió una y otra vez para retratar la calma y la naturaleza del lugar. Una serie que contrasta con la de las transformaciones urbanísticas que iban variando para siempre la piel de las grandes ciudades. La piel, siempre el mismo tema. Lo más cercano. Fotografía que se toca.