Acabo de leer Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer, durante los primeros días de enero, una de estas jornadas tan anormales de frío y mucho viento. Recuerdo vagamente que, al llegar al «fin», tenía fiebre. No por la lectura sino por las circunstancias, tan distintas a las descritas en las páginas de esta magna novela. El relato es una crónica ficticia de las tareas de un destacamento militar estadounidense en la isla japonesa de Aponopei, también figurada, durante la II Guerra Mundial.
No se trata de un libro bélico más. Críticos y entendidos de verdad lo señalan como «el gran libro sobre la guerra» y no seré yo el que vaya en contra de tal afirmación. Más bien al revés: me apuntaré al carro y la usaré desde ya como excelente resumen de lo que sigue, que no son más que algunos pensamientos a vuelapluma.
Lo primero -no necesariamente lo más importante- es que se trata de una novela cruda. Es un libro que pesa. Sus 700 páginas ayudan, pero me refiero al contenido, a la psicología embutida en ese microatlas de la sociología del soldado estadounidense durante el conflicto, que a veces resulta extenuante. Por mucho que uno intuya grietas en el hipotéticamente marmóreo pensamiento militar, meternos de lleno en la compañía y entender los orígenes y las motivaciones de cada personaje acaban por devolvernos una fotografía de un grupo heterogéneo con aspiraciones y egos diferentes y hasta contradictorios. Difícil no sentirse identificado con alguno y hacer el ejercicio de imaginación de qué sería de nosotros en situaciones tan extremas.
El libro nos devuelte la fotografía de un grupo heterogéneo con aspiraciones y egos diferentes y hasta contradictorios; difícil no identificarse con alguno
Por ejemplo, un general que admira el orden nazi. Para empezar no está mal, ¿verdad? Es uno de los personajes centrales. Sin duda el que más poder tiene en sus manos y el que más disfruta ejerciéndolo. Una de las conclusiones viene a ser esa: si hay un poder que imponga terror a sus subordinados, la idea original queda supeditada a la voluntad de quien lo ejerce. Lo lógico es que sea en favor del éxito militar. Pero veremos ejemplos de arbitrariedad -y no sólo de él- que dejarán al aire alguna que otra miseria.
En todo el relato subyace lo heterogéneo del equipo. Cómo no iba a ser así. Ni dos gemelos piensan igual. No debe sorprender, por tanto, que los frentes invisibles de lo que cada uno persiga genere resistencias que hagan perder de vista el verdadero motivo por el cual un joven de la Estados Unidos profunda acaba en una selva de una remota isla del Pacífico con la obligación de matar a un japonés. Es esta guerra.

La evolución del relato es dura, igualmente. Son muchas páginas y en buena parte de la novela no pasa gran cosa. La mayor parte del tiempo es una espera activa donde al miedo del desembarco le sigue el tedio de trabaos de rutina y las molestias del terreno, el clima y los insectos. Es un período abonado a las conversaciones, al conocimiento mutuo entre soldados, mandos y contexto. Un tiempo en el que se afianzan lazos, desconfianzas y se generan prejuicios que saldrán a relucir cuando lleguen los malos momentos…
…que, indudablemente, llegan. Porque una vez que la guerra les obliga a meterse en harina afloran todos los sentimientos reprimidos. El más evidente es el del miedo. Por primera vez las balas se hacen materiales y no un curioso efecto ajeno en la distancia. El contacto con la muerte, con las penurias y la forma de encararlo resulta acongojante. El cómo el más duro es en realidad un flan. O cómo a veces es el azar el que decide quién cae, quién gana o quién pierde.
Una vez que la guerra les obliga a meterse en harina afloran todos los sentimientos reprimidos. El más evidente es el del miedo.
La trama, además, trasluce esa partida de ajedrez que se juega entre los egos de los que tienen ambiciones reales de progresar en el Ejército. Y en ese macabro juego los peones a sacrificar son números. Lo llamativo es que Mailer profundiza en cómo esos ‘números’ viven todo el proceso, con especial atención a la agonía de las unidades que participan en un par de misiones que, cuando todo acaba, parecen aún más suicidas e inútiles incluso que en su punto de partida. La narración de ese desgaste físico, mental y el abandono vital en el que se sumerge el soldado sirve para hacerse una idea de que lo peor de las guerras no es tanto la sangre como los pensamientos. Y que ciertamente, la herida «del millón de dólares» puede ser una garantía para no perder la vida ni la mente.