Hay algo perturbador en algunas letras de las que escribe Paul Auster. Invisible (2009) no es la historia más cautivadora de cuantas le he leído pero sí una de las que más te pega en el hígado. Es una historia de violencia, de terror, siquiera psicológico, en la que se narra la vida de Adam Walker, un joven aspirante a poeta. La vida de Walker dará un giro copernicano cuando el destino le pone delante al otro gran protagonista de la historia, un hombre siniestro y misterioso llamado Rudolf Born.
El libro se desarrolla en tres partes con narrativas muy distintas en las que la relación entre ambos se dibuja como una obsesión creciente por parte del primero. Lo que empieza siendo una relación amistosa y cordial que deriva en un proyecto empresarial conjunto acaba en un odio mutuo a raíz de un violento episodio que viven juntos. Tal animadversión mueve y justifica buena parte de los pasos de Walker, sus viajes, sus relaciones y sus fantasías.
Al margen de la caracterización de los personajes, tan compleja como suele en los libros de Auster, la novela no escatima en sexo y temas incómodos, con parada y fonda en las relaciones incestuosas que, de un modo u otro, también van a dirigir ciertas partes de la trama.
Pero es la narración en sí misma la que concluye en sorpresa y traca final. Si durante buena parte del libro asistimos como espectador pasivo (y puede incluso que una pizca escandalizado) a lo que se va contando, en un momento dado tenemos la posibilidad de vivir cada hecho en primera persona. La impronta es, por tanto, más intensa. Sin embargo, las líneas finales acaban por ponernos en un brete e instalar la inquietud en nuestros pensamientos. ¿Qué hemos leído? ¿Qué parte de verdad hay en la historia?
Así pues, y dado que los episodios que se narran surgen muchas veces de la casualidad y parecen únicamente excusas para avanzar, hay otra cuestión suprema a la hora de valorar el libro. Y no es otra que la trampa urdida por el autor para que miremos el dedo que señala en vez del objeto indicado. La narración en sí misma pasa casi desapercibida hasta el final. Invisible es un título que no dice nada hasta que uno lee la palabra «fin» y se da cuenta de que hace alusión a una verdad creída a pies juntillas al comienzo, desmentida en otro punto, y diluida al final; tanto, que tal vez no sabremos nunca nada con certeza.
En cierto modo la sensación que deja, y digo esto una semana después de acabar la novela, viene a ser como cuando alguien te cuenta un episodio sobre su vida y tú intentas ponerte en su piel pero eres incapaz. Y no es porque no quieras escuchar ni empatizar con lo que te dicen sino porque, al fin y al cabo, ni estuviste ahí ni existe lenguaje humano capaz de transmitir las sensaciones de quien ha vivido algo en primera persona. Es un poco el poso que me queda en el paladar. Bien, vale, me has contado una historia: me la puedo creer o no, me puede importar más o menos pero tanto en un caso como en otro, es tu historia.