
Realmente no engañaba Pablo Jiménez Burillo, director del área de cultura de la Fundación Mapfre, al anunciar durante la presentación de la muestra dedicada al checo Josef Koudelka (Boskovice, 1938), que se puede contemplar hasta el 29 de noviembre en la sala Bárbara de Braganza de Madrid, como la de un personaje que es «algo más que un fotógrafo». En realidad, todo en Koudelka adquiere un tono peculiar. Se trata de una figura imprescindible en este considerado octavo arte, desde la segunda mitad del siglo pasado hasta la actualidad aunque puede que su aspecto liviano, más próximo al de un abuelo entrañable que al de un hombre curtido en mil batallas, lleve a hacerse una idea equivocada acerca de quién tenemos delante.
Su buen humor es otro motivo para dejarse encandilar por su contagiosa vitalidad. Resulta complicado casar esta imagen de bonachón con la dureza que transmiten algunas de sus más famosas y conocidas estampas. Bien, puede los episodios que le ha tocado vivir, aun comprometidos desde el punto de vista histórico, tal vez no hayan supuesto la dureza de la muerte atroz que otros compañeros de profesión han recogido en sus negativos -nunca mejor dicho- y que años después palpitan aún en sus miradas (nos viene a la mente la película-documental sobre Sebastiao Salgado para ilustrar esto). Pero la condición humana, tan miserable en ocasiones, acaba proporcionando situaciones «de mierda» (sic) tales como las guerras, hambrunas o las invasiones, exclusión y exilios que el propio autor vivió de primera mano en sus años mozos. Y es precisamente ahí, en ese caldo de cultivo, donde surge el fotógrafo para dar fe.
Esto de las miserias humanas viene a colación del problema de los refugiados sirios que están llegando a Europa al huir de una cruenta guerra en su país, algo que dentro de muchos años, y gracias a la tecnología actual, habrá quedado ampliamente documentado… pero tal vez no por Josef Koudelka, al menos no el de hoy en día: «Tengo 78 años y no me queda tiempo para hacer todo. Hay gente con más capacidad». Aunque, eso sí, deja claro que en este punto de su vida, «me gusta mucho más tomar fotos que cuando empecé».
Antes de todo esto, Koudelka ya había viajado a países de su entorno donde documentó ampliamente la vida de los gitanos que se movían por Centroeuropa. Era una manera artística y serena de dar voz a un colectivo del que, según reconoce, no son pocos los que «se interesan… pero solo si están en foto». Para él, en todo caso, este contacto con la cultura gitana le marcó profundamente hasta el punto de que hoy reconoce que, «cuando hice aquellas fotos, gracias a Dios, no sabía todo lo que sé».
Este tema es una de las líneas que continúa tras huir de Praga en 1970, aunque los matices y las diferencias respecto al trabajo previo se hacen patentes. Casi de la noche a la mañana, en sentido literal, él mismo se tiene como un exiliado que debe dejar atrás su país y convertirse, si no en un nómada, al menos en una persona de ‘nacionalidad incierta’, lema que, de hecho, da nombre a la exposición. También, en una persona práctica, que se presenta ante la prensa defendiéndose en cuatro o cinco idiomas pero que tiene claro que, más allá de las clasificaciones de artista, fotoperiodista, imagen de estudio, etc. solo existe un concepto, el de la fotografía misma, de la que solo se puede decir «si es buena o mala, porque todo esté adentro».
Fiel a este axioma, en los años posteriores a su salida de Checoslovaquia su trabajo va incorporando mayor carga simbólica. Hay una composición muy cuidada que ofrece una lectura aparente y otra más profunda, en la que ya sí es preciso un análisis más pormenorizado de los elementos. Da igual el emplazamiento. Es usual ver escenas que, de un modo u otro, reflejan una cierta desazón y soledad y no es raro que sus imágenes transmitan una relativa amargura e incluso en tomas de festivales o eventos se palpa una relativa frialdad, definitoria de alguien que busca su sitio pero que no acaba de encontrarlo del todo.

Koudelka abre una nueva vía a mediados de los 80, en los que comienza a utilizar también una cámara panorámica con la que recoge «paisajes en el límite de la ruina», inmejorable manera de describirlo según la misma nota de la organización de la muestra. Y es que si bien el primer golpe de vista ofrece, más allá del dramático revelado en blanco y negro, el deseo de estar allí contemplando in situ esas localizaciones, de nuevo el análisis subyacente revela la parte decadente de todas ellas. Y como la misma imagen en el proceso de revelado, surgen casi por arte de magia esas cosas que antes pareciera que no estaban allí: ruinas, alambradas, carreteras, etc…. cicatrices todas ellas del paso del ser humano por la inmensidad y la amplitud de esos escenarios.
El original de este artículo data de septiembre de 2015. Fue publicado por ARNdigital
Me encanta la pintura, pero en esta, la actual, cada vez me cuesta más encontrar ficciones que contar. Sin embargo, con la fotografía me ocurre justo lo contrario.
Siento mucho no haber visto este mensaje hasta hoy! 😦
Imagino que cada época ha retratado las historias con lo que tenía más a mano (escultura, pintura, foto, cine, etc.) y cuando las técnicas han dejado de perder vigencia o calidad en favor de otras tecnologías o medios, puede que tomen un camino menos ‘documental’ y más abstracto. Lo estoy pensando un poco sobre la marcha… :S
Muchas gracias, en todo caso, por el comentario! Y reitero la disculpa por la tardanza!