1.000 es una cifra que indica magnificencia o no según el contexto. En el ámbito deportivo suele ser, mayormente, sinónimo de grandeza, una cota que se alcanza a base de perseverancia, de tiempo y claro, cómo no, de indudable talento. Roger Federer empezó este año 2015 con un abanico de cifras en su hoja de servicios que, objetivamente, quedan lejanas del millar y, aún así, resultan excelsas: 83 títulos, entre ellos 17 Grand Slam, 1 Copa Davis, 1 oro (en dobles) y una plata olímpica, 302 semanas ocupando el número 1 del mundo o 15 años seguidos conquistando algún título individual… guarismos que en su contexto, el tenis, le encumbran como el mejor de todos los tiempos.
La pasada semana, el suizo (Basilea, 1981) conquistó un nuevo torneo, el que se celebra en la ciudad australiana de Brisbane como antesala del primer ‘grande’ del año que ya está en marcha. Pero la noticia no fue el triunfo sobre el croata Raonic sino justamente alcanzar el listón de las 1.000 victorias, conquistada la Copa Davis el año pasado, puede que la última frontera que le quedaba por atravesar.
Llegar a los mil triunfos cuando recién empieza su 17ª temporada como profesional supone haber jugado mucho pero sobre todo, haber jugado más que bien durante este tiempo. Y eso es algo que las cifras no pueden perfilar con la misma exactitud que transmiten las estadísticas. Porque si hay algo que pueda llamarse conciencia subjetiva, en esa Federer alcanza el cetro. Claro, es la época en la que Djokovic domina, en la que Nadal, lesiones al margen, tiene chance para seguir aumentado su palmarés a golpe de garra… poco más se perfila en el horizonte del tenis actual. Tal vez por eso Federer aguanta en la cumbre actualmente en el número dos del planeta, aun cuando su declive físico es evidente. Poco importa. Verle jugar es otra cosa que trasciende el marcador.
Y es que traslucen sus comparecencias en la cancha la sensación de que, sea cual sea el resultado, atendemos a la manifestación última y suprema de la leyenda, magnificada por tiempos que se antojan ya como epílogo de su gloria. Ya no importa el rival, ni el torneo, ni acaso la superficie que tanto marcó su juego.
Cuando Federer juega, de un tiempo a esta parte, lo hace solo, sin rival. Solo levita, alcanza las bolas que siempre le fueron obedientes y entonces regala la foto; ofrece el libro de enseñanza en cada golpe, pequeños guiños a un catálogo exquisito que, cual vendedor ambulante, saca de su chistera en cada lugar en el que se aparece. Y lo vemos y lo admiramos con esos ojos familiares de quienes le han visto abriendo noticiarios durante lustros. Que le han visto crear un imperio a base de hipérboles y luego cederlo, sin más estridencias que lágrimas, que difícilmente él podía desahogarse a raquetazos. Y es por eso que, 999 victorias después de la primera, nos emociona esta suerte que es ser testigos del mito que dentro de muchos muchos años será recordado como el más grande tenista de todos los tiempos.
Y yo le vi jugar.