Louwman, un garaje de historia escondido en La Haya

Cuando se pisa Holanda por primera vez pasados los 30 años de vida, los tópicos ya le han moldeado a uno una imagen bien perfilada de lo que uno espera encontrar al salir del avión: tulipanes en la misma pista de aterrizaje, molinos en un horizonte llano y verde demarcado por canales… lluvia incesante, queso, bicicletas… el color naranja por todos lados. ¡Ah! Y drogas y sexo casi en cada esquina -literalmente-, por supuesto. Poco menos que eso, no voy a engañarles.

Una semana larga allí tampoco es tiempo como para borrar del todo ese conocimiento tan superficial, sobre todo porque lo de las bicis es ciertamente exagerado y en cuanto al queso, haberlo, haylo por doquier.

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Del resto no opino, aunque reconozco que en diez días solo tuve sol. A este pato español con tan poco mundo, eso sí, también le sorprende ese idioma tan indescifrable y cantarín que manejan, el que todo sea tan bonito y esté tan cuidado y el que la gente sea aparentemente tan educada y con un afán por el orden que raya casi en lo enfermizo. Y esto, que puede hacer que tengas que esperar al semáforo en verde para cruzar una calle vacía con tráfico inexistente, se tornó en una ventaja indescriptible una fría -pero soleada- mañana en La Haya. Una ciudad sorprendente esta, a espaldas de la cosmopolita Ámsterdam o de la moderna Rotterdam, a la que ya acudimos con el museo Escher y a la que volvemos hoy para dar cuenta de otro tesoro escondido que nace en esas ansias de ordenar, catalogar y conservar. Esta vez no en los infinitos recovecos de un cuadro sino en un garaje muy particular: el que acoge la excelsa colección de automóviles del museo Louwman.

Lo hemos llamado garaje. Nos van a perdonar la pretendida imprecisión porque, más que eso, se puede decir que las instalaciones vienen a ser un salón con chimenea para los más de 200 vehículos que muestran casi sin palabras la historia del automóvil desde los pioneros hasta la actualidad más tangible, incluidos coches de competición. Para el que le guste el mundo de las cuatro ruedas, la visita a esta colección justifica con creces el viaje a los Países Bajos.

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Las sorpresas y los guiños empiezan antes incluso de entrar al edificio, en los mismos jardines de acceso. Allí donde ese orden local obliga a dar una vuelta al peatón, se lee una pancarta en la que se desvía el tráfico rodado: bicis y coches, al párking de la derecha, más alejado; los coches con más de 40 años de antigüedad, hacia su sitio de honor en la mismísima puerta de entrada. Y allí es donde empiezan los ojos a hacer chiribitas, al contemplar vehículos de otro tiempo aparcados mientras accedemos al interior. ¿Pertenecen a visitantes, a trabajadores?¿Son piezas del propio museo? Un par de horas más tarde, al salir, dudamos porque es tal la cantidad de material que hay dentro que sería hasta lógico exhibir algo en el exterior.

El viaje en el tiempo se inicia hace más de 125 años de historia, en 1886, con el primer vehículo a motor patentado, obra de Karl Benz. E incluso antes, ya que también se muestran coches de caballos y carruajes como primeras manifestaciones de la preocupación del ser humano de moverse más lejos, más rápido, más cómodamente y/o con más capacidad de carga, lo que trasciende el tema que nos ocupa. Y es que este afán transforma la fisionomía de las ciudades y, por qué no, la misma manera de vivir y de la sociedad en su conjunto.

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Así, un paseo por el museo Louwman es una comprensión material de un contexto dado. Las formas y la tecnología de cada vehículo traslucen una época, sus gustos, su nivel tecnológico, acaso sus necesidades. Conocemos, por tanto, los experimentos de los primeros años, en los que estos ‘cachivaches’ venían a ser toscos carruajes con motor, más aptos en apariencia para ser tirados por caballos que impulsados por gasolina. Todo es bello en estos colosos de hierro y madera, antepasados de los Mercedes o los Renault de hoy en día. Sin volantes, con faros que son justo eso, faros, o sin una carrocería al uso, verlos agrupados de forma cronológica permite contemplar, año a año, el entusiasmo de los constructores a la hora de innovar y acercar la automoción a lo que es hoy.

Pasan los años y las máquinas mejoran en prestaciones y obtienen una mayor popularidad. Los diseños de algunos modelos adquieren una perfección y belleza que, como queda claro en el museo, trascienden los tiempos y pueden considerarse obras de arte. Excepciones al margen, los años 20 resultan trascendentales para la consolidación de marcas legendarias y de modelos míticos. Bugatti, Fiat, Toyota, Bentley… son algunas de las que se unen a Ford, Benz o Renault en la producción de vehículos que, poco a poco, van haciendo suyas las calles de las ciudades.

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La II Guerra Mundial también se deja notar en el catálogo histórico del Louwman, con la presencia de coches adaptados o directamente pensados para las necesidades militares. La brecha que supone el conflicto marca un antes y un después. Tras la contienda, los países buscan rehacerse y la industria automovilística se convierte en un eje neurálgico de la recuperación. Aumenta la producción, y la sociedad encuentra en los coches no solo un medio de vida, sino una forma de demostrar su estatus.

Surgen, pues, los modelos utilitarios, prácticos, con los que la gente de a pie va a trabajar, de compras o de picnic los fines de semana. Pero igualmente surgen los coches y las marcas de lujo. Es la época dorada de Ferrari, Jaguar o Cadillac, entre tantas otras, que se orientan hacia un público minoritario y elitista. Los suyos son coches especiales en prestaciones y diseño que han hecho soñar a millones pero que solo están en manos de unos pocos afortunados. Contemplar de cerca estas maravillas del motor es una de las experiencias más atractivas de la visita.

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Y puestos a soñar, ¿por qué no verse como ganador de las 24 horas de Le Mans? Bueno, al menos para estar cerca de algunos de los bólidos que sí lo hicieron. Eso sí es real. La colección incluye una ingente cantidad de coches de carreras que abarcan desde las competiciones de los años 30, en los albores del automovilismo, hasta la actualidad. Y aunque de cerca impresionan los Fórmula 1 (y más uno con seis ruedas) o los prototipos que vuelan día y noche en Le Mans, nuevamente son los clásicos los más llamativos, los más bonitos y los más sorprendentes. Más si los imaginamos a la velocidad a la que corrían pese a que, colocados al lado de los coches modernos, se muestran con elementos tan vetustos y sistemas de seguridad tan precarios que distan años luz de la tecnología actual. Pero estos coches corren, y corren mucho.

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Además de triunfadores deportivos el museo también acoge unos vehículos únicos, dignos de una colección como esta. Por ejemplo, el Cadillac tuneadísimo de Elvis Presley, coches de película como un Lincoln usado en ‘El Padrino‘ o uno de los Aston Martin que condujo Sean Connery en la piel de ‘James Bond‘. Pero también hay curiosidades que rozan lo increíble, como los vehículos con tracción de vapor, los primeros eléctricos, los ‘coches-huevo’ (esto es de nuestra cosecha), el Phänomobil alemán, coches convertibles en barcos, u otros con diseños extremos.

Puede que destacando por encima de todos ellos, para mí, que para eso soy un pato, los ‘coches-cisne‘ (todo queda en casa), una pieza de 1910 tan excepcional como excéntrica que tuvo que ser apartada de las calles de Calcuta, ciudad donde fue construido, porque provocaba el pánico de la población mientras circulaba. Condenado al ostracismo por más de 70 años, llegó al museo holandés en 1991, cuando fue totalmente restaurado.

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Esta es una de las funciones del centro. Le hemos llamado museo pero, en realidad y aunque ellos mismos lo denominan así, la Louwman es una colección privada perteneciente a la familia homónima que se inició en 1934 y que no deja de crecer. El actual edificio data de 2010 y aunque es realmente inmenso hay salas con hasta tres filas de coches en las que da la impresión de que falta espacio. Es un ‘atasco’ ante el que podemos estar horas y horas babeando de puro goce ante modelos históricos y de un valor incalculable.

Y eso no es todo. También hay una más que meritoria exposición de objetos relacionados con el motor, esculturas, emblemas, miniaturas, juguetes, cartelería de época o cuadros, siempre con el mundo del motor como tema. Y si nos permiten la advertencia, mención especial para las figuritas-insignia de cada marca que están expuestas: el espíritu del éxtasis de Rolls Royce no está solo.

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