Avril Langdom Coburn. Fotógrafo pero, sobre todo, pionero. Fundación Mapfre estrena una completa exhibición de la obra del estadounidense (Boston, 1882-Gales, 1966), que comprende 180 imágenes tomadas en los albores del siglo XX y que recorren toda su vida profesional. La importancia de la exhibición se halla no tanto en lo pródigo de la colección, en la que caben paisajes urbanos, retratos o escenas naturales, entre otras muchas cosas, sino en la marcada personalidad que imprime en sus tomas y que permite reconocer un estilo propio aun en los cuadros más experimentales y arriesgados.
Y es que Coburn, como buena parte de los fotógrafos de aquellos primeros años del siglo XX, inicia su catálogo como una suerte de libro en blanco que puede rellenar sin pautas remarcadas. Es, dicho de otro modo, un terreno virgen aún por explorar en el que las influencias vienen por parte de las corrientes culturales imperantes y no tanto, obviamente, por lo que hubiera antes, que él, no lo olviden, formó parte de los que fueron abriendo caminos. Así, desde muy pronto forma parte de grupos artísticos que le orientan en el estilo, caso del ‘Photo-Secession‘ en 1902 o ‘Linked Ring‘ un año después.

Sin embargo, pronto empieza a imponer su sello personal. Mientras el pictoralismo o el protagonismo del ser humano se extiende como temática en la obra de sus compañeros, él gusta de reflejar los paisajes urbanos. Fija el objetivo de su cámara en las humeantes chimeneas de las zonas industriales, en las instalaciones portuarias, en los puentes o, sobre todo, en los rascacielos que, recién acabados o aún en construcción, buscan tocar el techo de las ciudades, especialmente de la Nueva York que vivió, sumida en plena vorágine constructiva. Es precisamente allí donde toma algunas de sus imágenes más icónicas, en las que ofrece vistas poco comunes de los lugares más conocidos gracias a su afán por buscar nuevos ángulos o nuevas perspectivas nunca vistas hasta la fecha. Son edificios que se agrandan en contrapicados o que se convierten en juguetes vistos desde las alturas, donde el contexto los integra sin estridencia ni grandilocuencia. Similares sensaciones ofrecen sus miradas a la pujante Pittsburg o, ya en Europa, a Londres y sus rincones, especialmente.

Pero es en Manhattan donde juega con otra vertiente de la fotografía: la de la abstracción. O lo que es lo mismo, el mirar de una forma radicalmente distinta los escenarios manidos de lo cotidiano. Es el suyo un espíritu innovador en las formas pero, casi más aún, vanguardista en lo que la cámara quiere que ‘vea’. Desenfoques, contraluces, patrones repetidos en ventanas o en vías de tren, en vigas… hasta caminos nevados que se pliegan para dibujar un pulpo, por ejemplo, son algunas de las imágenes con las que traza un retrato onírico de la ciudad, a medio camino entre la realidad y la ficción.
La máxima expresión de esta querencia por lo abstracto y lo geométrico se da en las denominadas ‘vortografías’, pura experimentación que consistía en colocar delante del objetivo tres espejos rectangulares unidos en forma de triángulo al modo de un caleidoscopio. Aunque algunas de las fotos tomadas con este sistema son las más conocidas de Coburn, como el retrato del artista Marius de Zayas, también son las que ofrecen una digestión más complicada para el espectador, que muchas veces tendrá que descodificar lo que tiene ante sus ojos.
Suele decirse que Coburn posee una obra relativamente corta para la vida profesional tan activa que tuvo. Como explicaba en la rueda de prensa la comisaria de la muestra Pamela Glasson Roberts, erudita en la figura del fotógrafo, su afán por controlarlo todo le llevó a destruir en sus últimos años mucha documentación personal y miles de negativos. Pero hay otro buen motivo para explicar esta -aparentemente- escasa producción. Y es que Coburn fue un artista que se sintió tan libre en su actividad que, llegado un momento dado, decidió dejar de serlo. Ocurrió en 1917, después de la I Guerra Mundial, cuando ya residía en Londres. Fue entonces cuando huyó de las grandes ciudades y se recluyó en Gales en busca de la paz y la espiritualidad que le ofrecían unos parajes a los que había conocido en años precedentes.
Era un destino que, de alguna manera, estaba escrito de forma latente en sus trabajos previos. Porque además de la producción ‘industrial’ y urbana, el otro gran campo de actuación en su vida profesional se produjo en los paisajes que captó en sus viajes. Escenas de América, desde el frío de las cataratas del Niágara en pleno invierno al infierno soleado del Gran Cañón, pasando por la exuberancia del parque de Yosemite, con la soledad como nexo entre todos lugares; o de Europa, con una fotografía más costumbrista y acaso turística, que muestra una corrida de toros en Cádiz, una estampa del Vesubio en Nápoles o los canales de Venecia, entre otras postales, por ejemplo.
La exposición, que permanecerá abierta hasta el 8 de febrero en la Sala Bárbara de Braganza de Fundación Mapfre, también dedica un espacio a los retratos que hizo. Si bien no son los más publicitados, resultan sumamente interesantes y es justo decir que fueron pocas las personalidades que se negaron a posar para Coburn. Se trata de un tesoro dentro de la muestra y no solo por los nombres que aparecen, algunos tan reputados como Henry James, Mark Twain o Auguste Rodin, sino por el minucioso trabajo de documentación tras cada toma que se traduce en capturas de personajes cuidadosamente caracterizados en un contexto que remarca la psicología del sujeto. Una fotografía de principios de siglo XX que bien pudiera haberse hecho en la actualidad. Fotografía de pionero, fotografía del ayer, fotografía de hoy.