Como período histórico, la Guerra Fría es un período que me daba mucha pereza. He necesitado dos juegos de mesa para implicarme definitivamente y aunque no sé en qué medida es el tema lo que me llena, lo cierto es que no hay día en el que no quiera coquetear con el cataclismo nuclear. En el fondo y visto desde la distancia, la cosa fue una partida de mus a gran escala. ¿Órdago? Lo veo.
‘Guerra Fría: CIA vs KGB‘ fue mi primer acercamiento. Muy esquivo, porque hace muchos años que unos amigos que lo tenían me lo enseñaron. Y entonces no me llamó nada, nada, nada, la atención. Números, faroleo y esa sensación de juego de piscina para el que daría igual que como tema se usara la Guerra Fría o las aventuras de Bob Esponja. Traducido a ‘mis’ términos: una chorrada que no merecía la pena. Tuvieron que pasar años, tener novia, visitar una de las mejores tiendas de juegos que existen, estar muy aburridos, pedir una recomendación y, aún así, dejarse convencer. Voilà!
Pero este particular ‘Siete y media’ adquirió una nueva dimensión enfrentándome a la persona adecuada. Ella se creyó tanto su papel de agente del gobierno rojo como yo el de espía de Washington. Prendió la chispa, las ganas de matar y el pique. Y el juego, sencillamente, fluyó.
Las ‘Siete y media‘. Eso es este juego, con más que dignos matices. Al comienzo del turno se saca una carta objetivo, perteneciente a un país -o evento- que hay que ganar para la causa. En lo práctico, ese país tiene un número -el objetivo, sin pasarse- y una población -el máximo de cartas que se pueden colocar para alcanzar la cifra-. A partir de ahí, la guerra. Cada jugador va robando cartas alternativamente de un mazo común hasta que o bien no puede o bien no quiere sacar más. Si clava el número o se queda más cerca que el rival se lleva el objetivo, lo que se traduce en puntos de victoria. Si se pasa, se entiende que ha provocado un golpe de estado, lo que implica perder la misión y la eliminación del espía que ha utilizado durante ese turno.
En cada ronda, además, se pueden usar los poderes de las cuatro facciones (dicho mal y pronto: los ‘palos’ del juego) en las que se distribuyen las cartas, que permiten ir jugando con las sumas y las poblaciones para salir de aprietos o complicarle las cosas al rival. Aquí lo detallan mejor de lo que podría hacerlo yo, pero créanme si les digo que se trata de un magnífico sistema para paliar parte (no todo, obviamente) de la azarosidad que implica tener que jugar cartas que salen de un mazo común.

Otro instrumento a nuestro alcance (y a la del oponente, claro) es la plantilla de espías a nuestra disposición. Es una de esas implementaciones que le dan chicha al juego. Cada bando tiene de inicio seis en su mano, que otorgan distintas ventajas. Al principio de cada turno se elige a uno en secreto, que se descubrirá al final de cada ronda. Los hay desde los que eliminan al espía rival hasta los agentes dobles, que permiten llevarse un objetivo perdido en condiciones normales. Con este personaje puede darse la paradoja de que ambas potencias jueguen a perder. Una locura.
Es un juego muy sencillo de jugar -aunque el infame manual lo coloque a la altura del más arduo de los wargames- y que se puede llevar a cualquier lado. De hecho, en mi caso me ha salvado horas y horas de tren. Aunque ojo: pica mucho y no es raro que esa guerra fría simulada con cartas acabe explotando entre las dos personas que lo juegan a (muy) poco que se lo tomen en serio. ¿Un golpe de estado en tu propia casa? ¡Es posible!
Usando el criterio de la sencillez, es evidente que ‘Twilight Struggle‘ juega en una liga muy diferente al anterior y va no uno, sino muchos pasos más allá. Excepto por el tema, por el uso de cartas y porque también es para dos, hablamos de cosas muy diferentes. Reseñar TS a estas alturas sería absurdo (¡aunque lo haré algún día!). Coincido con todas las crónicas que lo señalan como ‘El juego’. Sin embargo, yo también quiero manifestar el magnetismo que desprende una creación que tiene una presencia imponente y que, pese a todo, resulta extraordinariamente fácil de jugar, no tanto de controlar.
Tan imponente el aspecto, digo, que doy fe de que echa para atrás hasta que no conoces realmente cómo funciona. Porque cuesta pensar en otro juego que esté mejor pensado y con mecánicas mejor engrasadas. Aquí funciona todo: el sistema de influencia, los golpes de estado, la carrera espacial, las operaciones militares, las fases, los turnos, los distintos mazos… vaya, que no hay nada que sobre o que falte. Una partida normal, que suele superar con cierta holgura las dos horas, son intensas y agotadoras pero increíblemente inmersivas. Es de esas actividades en las que uno se mete a media tarde y cuando vuelve a la realidad de lo que le rodea, fuera ya es de noche, nota que tiene un hambre atroz y recuerda que había quedado con alguien hacía una hora. Por cosas así, TS merece la pena. El único punto negro que le veo es que casi siempre que lo he jugado he acabado perdiendo aunque claro, eso es otra historia. Ya me extraña, porque soy un magnífico jugador de mus.
Un comentario en “Guerra Fría, un mus a lo grande”