Un miércoles cualquiera, Pato merendó en Zúrich, como años atrás. Aquella misma noche alcanzó Praga y, unos días después, pisó Frankfurt, también por segunda vez en su vida, aunque en este caso no pudo escaparse del aeropuerto para fotografiarse con los rascacielos como fondo. Fue muy distinto a aquella última vez, en la que disfrutó del sol de la ribera del Meno (¿de verdad hace mal tiempo en Alemania?) unas pocas horas, pero sobre todo porque en vez de sobre raíles va en avión. Y el avión era algo que le daba mucho miedo. «Eres un pato, puedes volar», le decían. Ni creía ni quería creer. Hasta que se vio las alas, las plumas y las ganas de surcar los cielos, de imaginar formas en las nubes y de contemplar atardeceres desde más cerca, imposible. Imposible. Palabra desterrada en la aventura de conquistar y reconquistar nuevos y viejos lugares. De hacer suyo el cielo, como si hubiera nacido para ello.
El verano en Alemania es precioso, pero luego hay que pagar el precio: seis meses de cielo sin sol.