Poco más de un año después de que cayera Klagenfurt, buscamos expandirnos por el Mediterráneo. El Emperador tuvo a bien iniciar la campaña en julio de 1798. Recuerdo el sol, abrasador, derritiendo aquellos interminables caminos polvorientos que aquel tórrido verano nos tocó andar. Vi como muchos de mis compañeros se quedaban por el camino, sedientos, agotados. Los que seguimos adelante dudamos entonces al ver caer a esa gente tan aguerrida, pese a la fe ciega con la que nos embarcamos hacia Alejandría semanas antes. Teníamos un mal presagio.

Nuestra primera batalla de la campaña, en El Cairo, nos liberó un poco de la carga. Nos relajamos unos días, sí. Vencimos con relativa facilidad, con lo que cayó la ciudad y, con ella, quedó prácticamente expedito el pasillo hacia el resto de objetivos. No obstante, no todo estaba bien, aunque lo pareciera. Presentíamos que una funesta sombra se cernía sobre nuestros mosquetones. Napoleón tampoco parecía de buen humor aquellas semanas, cabizbajo y taciturno, apelmazado, quien sabe, por el infinito sopor de los días o sin hallar una solución al problema de los suministros, que consumía sus horas y sus noches, su energía.
Sea como fuere, las marchas hacia Bitter Lake, El Arish y Gaza empezaron a darnos la razón. La dureza del terreno y la dificultad para reabastecernos comenzó a mermar nuestras fuerzas. Difícil dilema el de nuestro glorioso ejército, obligado a dejar atrás fuerzas que mantuvieran el control sobre las conquistas previas pero obligados a avanzar sin pausa, aun a riesgo de quedarnos por el camino, como aquellas divisiones que nunca más verían el alba en su vida.
Y sí, recuerdo ganar batallas. Digo batallas pero realmente no fueron más que escaramuzas aisladas. Grandes ciudades parecían poblados de chozas a nuestro paso. Demasiado sencillo. El Arish cayó casi sin resistencia y la entrada en Gaza tampoco supuso gran esfuerzo. Pero lo que no acude a mi mente es la imagen de alegría, de sabernos superiores, como pasó un año antes en la campaña italiana. Aquí avanzábamos ya sin fe, atrapados en el desierto en la duda entre avanzar y la obligación de tener que acudir al rescate de Alejandría llegado el caso. Y sí, ganábamos batallas, pero de alguna manera inexplicable flotaba en el ambiente la decadente sensación de que la guerra se nos escapaba lentamente de las manos, como el tiempo en un reloj de arena. Solo que nosotros éramos la medida del tiempo. Tras cada enfrentamiento o cada desplazamiento salíamos victoriosos, sí, pero miraba atrás y veía menos compañeros en nuestras filas… cada vez más en la memoria.

Llegamos a Jaffa exhaustos. Era febrero de 1999. Era el fin. Podía decir que no tuvimos suerte en el campo de batalla. Que nos salieron los planes mal. Pero poco o nada podíamos hacer ya a esas alturas. Nos enfrentamos a una fuerza de reclutas y a una división mameluca a la que ya destrozamos previamente en El Cairo, cuando nos creíamos invencibles aún. Clamaban venganza y a fe que no tuvieron piedad. No teníamos fuerzas a esas alturas. Podríamos haber ganado, quién sabe, de haberse dado otras circunstancias. Pero a esas alturas todo un ejército otomano aguardaba su oportunidad para aniquilarnos al norte, parapetado en Monte Tabor. Tendríamos que sobrevivir igualmente al viaje de regreso a Alejandría, hacia donde se aproximaba otra facción del ejército turco. Quedaba mucho por hacer y hubiéramos dado por hacerlo, por seguirle hasta la gloria… pero mis ojos se cerraron, bajo el sol abrasador…
Hoy justamente he jugado esta campaña y cuando han aparecido los otomanos por Alejandría la han barrido junto con el Cairo, y tan solo he podido llegar con el resto de tropas diezmadas por las malas condiciones climatológicas hasta el Arish desde Acre.
Muy bueno tu relato
Gracias, hombre. Yo aún ando liado. Me he dado un descansillo pero la partida posterior a la narrada ya estaba en condiciones de volver con alguna garantía. De todos modos esto es como un puzzle! 🙂