«Aquí viene el tren vestido de rojo y blanco,
rojo de sangre, blanco de espanto.
Aquí viene el tren vestido de muerte
matando a personas que no tienen suerte»*
Diez años después, Madrid se ha levantado soleada, tan bulliciosa como siempre pero con el recuerdo de aquella mañana en la cabeza. Dónde estábamos, qué hacíamos, cómo lo vivimos, qué pensamos… tópico absoluto, certeza indiscutible aludir al sentimiento de la primera voz, la que nos avisó de una explosión, y luego otra, y otra, y otra… inolvidable el sobrecogimiento.
Recuerdas la época como más o menos feliz, sin muchas preocupaciones. Y es entonces cuando ocurre ese hecho que no esperas pero que se te quedará grabado a fuego en la cabeza: tu madre irrumpiendo en la habitación con lágrimas y la voz quebrada, diciendo que han matado a mucha gente. Y piensas en… no, no piensas, no puedes pensar. No sabes qué está pasando porque enchufas la radio, pones la televisión y conectas Internet y solo recibes ruido y confusión. Lo único claro es una cifra que va subiendo sin freno y una imagen repetida en todos los escenarios de la masacre: cuerpos tapados por mantas, gente ensangrentada, vagones reventados… y no, claro, no piensas; no puedes pensar. No, al menos, en que eso pueda estar pasando de verdad en Madrid, en mi Madrid.
La mente quiere buscar la distancia que le permita asumirlo y ver Atocha como si fuera Bagdad o Afganistán pero no puede. Son esos trenes «vestidos de rojo y blanco» en los que nos movemos, o esa calle que pisamos las que nos colocan entre la espada y la pared, las que nos dejan sin escapatoria y sin respiro. Esta vez sí, hablamos el idioma en el que expresamos la angustia de no saber qué está pasando y el dolor, aún inexplicable. O el miedo, que nos sigue recorriendo la columna y no parece dejar de crecer. Esta vez solo precisamos mirar por la ventana para respirar esa atmósfera. Diez años después eso, ya lo supimos entonces, resultaría imposible de olvidar.
Y es que tras una década, queda el poso. Madrid se ha levantado soleada este día de aniversario. Bulliciosa, como siempre, no queda en el aire rastro de aquellas horas en las que pareció que alguien le bajó el volumen a la ciudad. Lloró el cielo también aquella tarde sobre los andenes en los que las cifras fueron teniendo nombre y una historia. Algunas las conocimos, otras no quisimos escucharlas. Porque no era necesario: a todos nos tocó.
* Esta estrofa pertenece a una poesía creada por Francisco Javier Fernández, de 13 años, 24 horas después del atentado. Hace diez años, este chico estudiaba en el Instituto ‘Santa Eugenia‘, cerca de donde explotó uno de los convoyes. Elmundo.es recogió el poema en una de las piezas que elaboró en torno a la tragedia.
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