Era un hombre alto, mucho más alto que yo; corpulento, hasta el punto de que la vieja puerta de madera parecía empequeñecerse a su lado cuando entró a la que, en otros tiempos, fue su casa. Pero su aparente fortaleza no escondió un tenue titubeo que se destapó de forma prematura como su gran debilidad. Intuyo que, por la expresión que mostró, hubiera deseado que aquel fuera su hogar para siempre. Le delató su saludo acelerado, su gesto nervioso y su mirada escrutadora, recolocando entre sus suspiros instantes del pasado allí donde, en aquel lejano ahora, yo solo veía mis muebles. «Son los recuerdos, la historia…», me vino a decir.
No soy muy alto, al menos no tanto como aquel director de cine que un día grabó un corto en mi salón. Tal vez por eso, la puerta de la que un día fue mi casa se me apareció al salir del ascensor como la más inexpugnable de las barreras, aun cuando la hube abierto. Una vez dentro no podía evitar que mi corazón latiera desbocado, incontenibles los fantasmas que me llamaban desde cada uno de los rincones de aquel lugar que, tiempo atrás, hubiera deseado que fuera mi hogar para siempre.
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Entró tanta gente en tan poco tiempo y en tan poco espacio que lo siguiente que recuerdo es verme arrinconado en mi salón, de espaldas al abrasador sol de agosto y metiendo la cabeza de vez en cuando en la habitación donde había resguardado al gato para ver si estaba bien. El director, entretanto, colocaba a sus peones: aquí el de iluminación, aquí el cámara, aquí discuto con mi asistente, esa frase del guión que desentona, aquí le digo al actor que más que un drama bien pareciera que actúa como dando risa…
Volver a verme en el salón, tan vacío después de la mudanza. Tan desnudo. Tanto o más que yo, en aquel momento en el que solo algún vecino rompía el silencio. Hace frío, y el gato campa a sus anchas por la casa sin hacer más que girar la cabeza para ver quién entra en su territorio y osa arriesgarse a recibir castigo mayúsculo por no dejarle dormir. Su alerta es la lágrima que ya se asoma. Qué distinto todo, en ese instante, al de aquella tarde, cuando era feliz.
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Me había contado el argumento del corto en la misma puerta, de forma rápida y precipitada. Me pareció un sinsentido aunque, visto su entusiasmo, no pude dejar de aplaudirle la idea. Algo sobre dos tipos que se buscan con el teléfono pero no se encuentran. Cada uno en su lugar, de forma paralela, marcan y se llaman pero comunican, claro, uno por culpa del otro, y viceversa. Se supone que la pantalla se partiría en dos mitades para ver cómo ambos se desesperan de forma simultánea. La parte que se grabó en mi salón mostraba a uno de ellos marcando varias veces y esperando respuesta sin resultado positivo tras lo cual, presa de la desesperación, acababa derrumbándose en el sofá, con la mirada perdida.
Con la mirada perdida, hice lo que fui a hacer sin regocijarme en el dolor más de la cuenta (¿acaso no iba a eso?). Abrir del todo esa puerta hubiera supuesto acabar aplastado por la incontenible marea de la nostalgia. Fui más o menos fuerte. Estaba más o menos preparado. Quedaban las paredes, el suelo, la mesa sobre la que desayunaba cada día, las ventanas, los libros que algún día hubiera leído… las fotos en mi mente… ¿se situarían en los mismos lugares que las del director de cine? El gato pasó rozando mi pierna sin sigilo -otra señal-, dejándome su última caricia. Él a mi. Luego, de un ágil salto, subió al sofá, se hizo bola y cerró los ojos. Y yo con él. Fundido a negro.
Y todo, de nuevo, cobró vida.
Mi sofá. Nuestro sofá. Su sofá.
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Un sofá es un hogar en sí mismo.
Escribo cuatro veces la palabra sofá -ahora, la quinta- y resulta suficiente como para que el concepto caiga sin paracaídas y sin red en el reino de lo que pierde el sentido. Como la vida a veces, o casi siempre. Como el argumento de aquel corto en la que la acción se veía en pantalla partida aunque realidad, dicen, no hay más que una.