Cada vez que accionamos el disparador y la imagen desaparece por un instante de nuestra mirada se produce el viaje hacia la posteridad de un momento. La cortinilla expone en esa fracción de segundo la película (o el sensor) para que la luz dibuje en ella (o en él) esa escena irrepetible que abandona el pasado para ser historia y posteridad.
Pasarán años. Aquellos rostros captados ayer estarán envejecidos hoy. Los niños ya no serán niños. Los ancianos habrán partido. Ella, tan jovial en ese recuerdo, puede que también. Pero quedarán sus fotos, claro. En ellas, la misma mirada traviesa y confiada que se clava en tus ojos desde el papel, invitando a revivir tiempos en los que las arrugas en su rostro no existían y la piel era tan lisa y clara que su textura suponía un reto para el fotógrafo. Las pupilas siguen fijas, años después, en el cristal del objetivo, mirando su reflejo antes de que el obturador guiñe y la estampa quede atrapada.
Ella se llama Edith. Él, el que mira a través del visor, Emmet Gowin. Y esos instantes congelados en gelatina de plata conforman una de las exposiciones de fotografía más esperadas de la presente edición de PhotoEspaña, que puede verse hasta el 1 de septiembre en la sala de exposiciones ‘Azca‘ de la Fundación Mapfre.
Un vistazo rápido a la primera sala de la muestra nos lleva a preguntarnos si esas fotos de nuestras vacaciones o nuestra infancia podrían acabar colgadas en la pared de un museo dentro de muchas décadas. Sé que esto puede suponer algo próximo al insulto, algo así como estar a ante un cuadro abstracto y comentar que eso lo podría hacer un niño. Y no. Porque es verdad que la mayoría de las imágenes de esta parte de la exposición pertenecen a un pasado presuntamente amable. Imágenes cotidianas, de vida sencilla, familiares, despreocupadas; imágenes de lo cercano al fotógrafo pero próximas, de la misma manera, a gran parte de esa América profunda tan alejada de rascacielos y centros de poder. Una especie de prueba fehaciente de que «tiempos pasados siempre fueron mejores».
La distancia que imprime la técnica resulta perfecta para captar la esencia de la vida de la época (finales de los 60) en aquellos lugares. Granjeros, frondosidad, niños en aparente verano sin fin, sencillez, relativa despreocupación y… y ella. Edith, su musa perfecta. Una mujer, más atractiva que guapa, a través de la cual se articula la muestra. Ella como protagonista, ella como testigo, ella trascendiendo al tiempo. Ella, él, y sus hijos. Ella, posando. Ella, descuidada. Ella, desnuda. Ella, embarazada. Emmet Gowin no pudo tener más suerte porque la mujer de su vida resultara ser el ‘objeto’ fotografiable más valioso para el modo que tenía de entender su profesión.
Musa en vivo y en sueños. Al margen de los cuadros costumbristas de esa vida aparentemente apacible, pueden verse ‘juegos’ experimentales con un perfil de Edith colocado como silueta en las imágenes de un viaje a la selva en Panamá. Así, el presunto objetivo científico se torna en una suerte de experimentación onírica, en un mensaje que subyace a lo evidente: ella siempre presente de las maneras más indescriptibles. Dando la teoría por cierta, estoy seguro de que por muy satisfecho que quedara con este trabajo, Gowin aún sigue buscando nuevas maneras de explicarle al mundo cómo vive ese amor.
Además de esta vis personal, la exposición también ofrece un recorrido por la geografía fotográfica del autor. Italia, el monte Santa Elena (EEUU), Petra… escenarios tan diferentes entre si que aparecen unidos únicamente por lo que transmiten: la soledad y la quietud reflejadas bien en un árbol aislado, en unas casas vacías, en un templo oculto entre cañones o en una montaña pelada. Escenarios distintos, ambientes similares.
Lo dinámico queda reservado para la fotografía aérea, aunque más como un testimonio que denuncia la devastación del paisaje por el hombre que por la búsqueda contemplativa de escenarios de belleza suprema. No hay grandes localizaciones al uso, sino terrenos a veces yermos, a veces paupérrimos. Sin embargo, casi duele ver que su uso por parte de la modernidad ha tatuado unas cicatrices que reconfiguran espacios de manera radical. Solo desde las nubes puede contemplarse el efecto; de nuevo, la distancia como forma de reflejar las cosas. Un campo de entrenamiento de bombarderos, una mina al aire libre, la soledad de unas ruinas, el orden de una explotación agrícola o los soleados domingos de unos americanos de los 70. Solo ella, la musa perfecta, aparece más cerca que nada.
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