Escritora, periodista, filósofa y, sobre todo, dueña de sí misma y de su conciencia, la pensadora Hannah Arendt protagoniza uno de los estrenos más controvertidos de la semana. La directora Margarethe von Trotta configura un riguroso perfil de una figura clave en el debate posterior al Holocausto, retratando no solo las circunstancias y los matices que desembocaron en sus polémicas teorías, sino el sentir de una época y de una comunidad, la judía, que apenas un par de décadas después del horror, buscaba aún justicia y, sobre todo, respuestas.

Justicia y respuestas. Ambas cosas parecían confluir en el juicio del jerarca nazi Adolf Eichmann, responsable de los transportes de prisioneros hacia campos de concentración y exterminio durante la II Guerra Mundial. Su proceso en Jerusalén, tan publicitado como pretendidamente ejemplarizante, fue la oportunidad que Arendt buscaba para colocarse cara a cara con el monstruo en busca de una explicación a lo presuntamente inexplicable.
Sin embargo, descubrió con inquietud que aquel hombrecillo de pelo ralo, gafas de pasta y aspecto de no enterarse de nada desde su pecera en el estrado, no solo no presentaba un aura maléfica sino que venía a representar la mejor definición posible del concepto del ‘don nadie’. Dicho de otro modo, Eichmann era un funcionario gris –del mal, si se quiere– pero alguien carente de todo tipo de carisma y pobre, muy pobre, intelectualmente. Pudiera ser este el motivo por el cual su argumento más recurrido a la hora de defenderse, como un mantra, fuera que él únicamente cumplía órdenes y que su deber no era otro que hacer bien su trabajo y cumplir la ley, ni más ni menos.

Obviamente, Eichmann fue condenado a muerte pero en la cabeza de Arendt aquellas excusas dichas por un hombre en apariencia como cualquier otro –algo inquietante–, calaron lo suficiente como para percibir que, tal vez, el genocida no estaba carente de razón: realmente su papel en la Historia era nimio, un mísero peón en el tablero. Esta sensación tan personal fue el germen de la teoría acuñada por Arendt y resumida en el concepto de la ‘banalización del mal’. Su desarrollo fue publicado en ‘The New Yorker’ (medio para el que cubrió el juicio) y en un libro posterior, Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal.

En él, simplificando mucho, la autora cree que buena parte de la maldad que gente aparentemente normal, como Eichmann, usted o yo, pudiera provocar venía dada no tanto por una personalidad deformada sino por las circunstancias y la presión del entorno. Arendt viene a destacar que, cuando alguien simplemente obedece órdenes y cumple una ley –aun tan demencial como las de Hitler– no deja de ser culpable, pero sí actúa sin tener en cuenta las consecuencias de sus actos, sean del carácter que sean.

Arendt, alumna aventajada de Martin Heidegger y también su amante, destila a través de su alter ego Barbara Sukowa elegancia en las formas pero también la vanidad y la arrogancia de quien sabe que tiene el poder en su mano –en su cabeza– para analizar el mundo. Asumiendo esta vis del personaje, chocará más ver cómo se quiebra cuando sus escritos y teorías enfurecen a la colectividad judía, cuyas heridas estaban aún lejos de cerrarse. Y es que en efecto, el juicio es el punto de inflexión que separa el respeto por su trabajo y el desprecio y persecución hacia su persona al que tuvo que enfrentarse después, incluso de parte de la misma gente que conformaba su círculo más íntimo. Ellos quisieron ver en el discurso de la pensadora una especie de disculpa del criminal y ella, ya lo decimos, buscaba respuestas.

No se puede decir que Margarethe von Trotta (Berlín, 1942) se la juegue con el filme. La cineasta es clave para entender el cine alemán desde la década de los 70 y en su filmografía se hallan cintas en las que la mujer copa el papel central, como es el caso.
Pero su trabajo va más allá de lo que, simplificando, podría considerarse feminismo puro y duro. Como en ‘Hannah Arendt‘, el contexto histórico y la complejidad de los personajes confieren a la obra un carácter documental. La misma directora reconocía, durante su paso por el Festival de Cine Alemán de Madrid, que ese afán por ofrecer una perspectiva afín a los hechos le hubiera permitido rodar más de cuatro horas. Sin embargo, en mucho menos tiempo, tal es la densidad en cada fotograma, el objetivo parece cumplido igualmente: ofrecer la génesis de una explicación de lo inexplicable –una más, al fin y al cabo– valiente y políticamente incorrecta, si es que el horror realmente puede ofrecer excusas o respuestas.