El 4

La orquesta surrealista que entonó la melodía con la que había de transitar del mundo onírico al real fue coreada por los extraños y casi mágicos habitantes -más que clientes- que encontré en aquel inexplicable reducto de la nocturnidad durante el perezoso despertar de la ciudad. Todos apuraban ya sus ¿últimas? bebidas, entendiendo que el nivel de cada copa medía el tiempo cuya noción perdieron. El espacio tampoco era una medida objetiva, válida. La música que provenía del televisor era el himno de una noche fría a la que le costaba acomodarse al ciclo vital. Se percibía una tristeza inusual, una decadente atmósfera como sacada de otra era, de cuando en vez de dormir sueños vivía pesadillas.

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En todo momento temí que el hombre que, a mi lado, roncaba sobre la barra -mullida, eso sí- de ‘El 4‘, abriera los ojos. Temí que en vez de ese vaso con líquido oscuro, composición incierta y hielos empapados, me encontrara a mí a su lado. Sé que yo, por el hecho de atravesar de forma clandestina la frontera entre mi vida y lo desconocido, pertenecía inevitablemente al universo de la extrañeza; cuánto más para un alcohólico más o menos ocasional, cuyo tamaño presuponía cólera, peligro, realidad.

La ironía de la mañana fue llevar un libro en la mano, ‘La danza de la realidad‘, sobre situaciones surrealistas que suceden y forman la vida de un escritor del que nada hube leído antes. No obstante, mi opinión sobre el texto sólo cobró validez cuando otro cliente, emparentado en grado desconocido con Fanny, la camarera, me aseguró que era muy bueno. Su curiosidad fue la causa de que le enseñara la portada, después de que le echara una mirada al resumen posterior del libro, un vistazo fugaz entre los sorbos de su vaso, las breves palabras cruzadas con la ama del local y una atención hipnótica y plena de monotonía puesta en la televisión. Es un ejemplo como otro cualquiera para ser consciente de cómo un acontecimiento tiene una causa y una consecuencia.

Fanny, entretanto, también iba de un lado a otro. Sus movimientos cobraban una extraña y vulgar majestuosidad. Tal vez mi somnolencia no me permitió juzgar su grado de agilidad. La sensación que me dio no fue buena, en todo caso. Denoté desgana y poco entusiasmo en un trabajo que se nutría de servir pero sobre todo, de escuchar involuntariamente conversaciones ajenas hasta hacerlas también suyas.

Una de ellas, la mantenían tres personas. El trío, más sexual que amistoso, lo formaba una mujer de media edad, rubia platino, con una ropa que no la hubiera salvado de la hipotermia apenas a dos metros de donde estaba sentada, más allá de la pared que nos separaba del mundo. Pero eso hubiera supuesto estar sobre el asfalto, en la calle, y ella, muy digna, y muy ebria también, cruzaba descaradamente las piernas ante sus dos interlocutores. Ambos, como si fueran gemelos, alimentaban la conversación sin sentido con frases vacías cuyo objetivo era poder seguir magreando con la mirada y la imaginación lo que la mujer no tenía pudor en mostrar de forma vehemente. Tres formaban, pero en este el grupo más grande del local, se percibía mayor soledad que la del borracho que gruñía a Morfeo o la mía, enfrascado por entonces en un insípido y tibio café.

Junto a la pared, sentados alrededor de una mesa, recuerdo que también había tres personas. También dos chicos y una chica. Pero de ellos, solo un joven tenía cara. Otro enmascarado cobró vida para preguntar el precio de la consumición (5 euros por persona), mostrar su escasa pericia matemática preguntando cuánto era el total, entregar las monedas y regresar al anonimato de su silla de madera. La chica, pelo negro, solo existía de espaldas. Y el que considero líder por la valentía de dejarse ver, se erigía en director de la conversación. Con discreción, eso sí. No pude leer en sus labios.

Cansado y ya con el estómago revuelto por el líquido marrón que ingerí, pagué. De más. La vuelta me la dio el acompañante de Fanny, sin moverse del sitio, como si su torso estuviera fijado al extremo del mostrador y careciera de parte inferior. Agradecí la entrega, y comencé a huir de aquel lugar que seguro que mañana ya no estará sobre la faz de la tierra. Alcanzar la puerta y mirar, por inquietud filantrópica más que por otra causa, las ostentosas curvas de la demacrada rubia, fue demasiado. En ese instante, y sin que nada en el ambiente hubiera alterado mis sentidos más que mi razón, tropecé y por poco no estoy lamentando en estos momentos una lesión. Pero fue entonces, en el momento de ridícula dignidad que sucede a un momento vergonzoso, cuando descubrí que nadie en ‘El ‘4‘ había reparado en mi presencia. Ni antes ni durante, ni después. Nada de lo que había allí era real, ni se regía por leyes físicas. La misma canción que me recibió al entrar me abrió la puerta, invitándome al helado clima de una gélida mañana de noviembre.

Una mujer, barrendera del servicio de limpieza del ayuntamiento, se afanaba en adecentar la acera. Le dí los buenos días, los «buenos y fríos días». Y ella, o lo que intuí como un ente femenino en aquel momento, ya que sólo materializó su cuerpo en los pocos centímetros de cabeza que asomaban por encima de una bufanda oscura, me ayudó a retornar a mi dimensión. Su cortesía y simpatía no ocultaron la contundente amargura que me llegaría a través de sus palabras, como una llama en medio de la oscuridad: «¿Frío? Me vas a contar a mí…».


*Texto escrito originalmente en noviembre de 2005. Hoy, ‘El 4‘ no existe. Su local da cobijo a otro bar con un nombre más pegadizo pero, seguro, con menos sordidez en su ambiente. Si las paredes hablasen podrían confesarlo pero imagino que las habrán pintado y se han quedado mudas.

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