La palabra es ‘coprolalia’.
Hace años ya de esto, pero tan inolvidable resulta aún hoy que, de las personas rastreras, complacientes, serviles y arrodilladas, fui a conocer a una que elevaba al máximo, sin freno y sin límite -hasta el punto del «si no lo veo no lo creo»-, cada uno de esos conceptos. Inenarrable cada actuación. Imposible hablar, reír, comentar algo sin que él, mediada la veintena, pelo-rígido-engominado, caspa por doquier, interviniera con su pretencioso y clasista modo de entender la vida, la realidad, el mundo.
Era el tono, la estridencia de una voz que producía escalofríos. Era la risa, tan antinatural como falsa y detestable, la caverna en su garganta que multiplicaba un sonido que en un grajo es música pero en él era asco en esporas que nos contaminaba cada minuto que estaba cerca. Era el paradigma de la suciedad que transmiten las personas que no miran a los ojos: oscuras, interesadas y egoístas. Era el negar a Cristo al final de la misma frase que empezó con una promesa de amor eterno, palabra de jefe mediante. Admirable, esto sí, su poder telepático: siempre se hallaba pensando aquello de lo que hablaba el superior. «Es lo que iba a decir», «yo pienso lo mismo», clamaba, lacónico, en aquellos lances.
Era… ¡uf! cómo olvidarlo, el olor acre que le acompañó en los meses más duros de cada verano. No era por higiene su peste sino por la podredumbre de su ser. Eran los ruidos sin freno. Sí, ruidos. Toses de ultratumba sin medida y sin venir a cuento, espectáculos nasales y guturales que avergonzaban; cualquier persona normal se apartaría en un caso así para no desagradar. Él, no. Él parecía llevar a gala hacerse notar con sus esputos sonoros, tan indescriptibles como inexplicables, en forma de tos o de palabra.

Recuerdo compartir miradas con otro compañero normal en aquellos instantes, o cuando se metía en conversaciones ajenas sin venir a cuento. «¿Qué coño le pasa a este tipo, en serio?», nos decíamos sin palabras. ¿Por qué contesta él una pregunta que te hacen a ti?¿Realmente es tan difícil ser consciente de lo rastrero que es uno?¿De verdad puede ser tan grande el miedo a ser aceptado como para buscar la aprobación del otro a cada segundo?¿Se puede ser más menor? Nunca hallamos respuesta a estas preguntas aunque, al menos, dejó de ser una rutina hacérnoslas. Hoy, en algún lado, seguro que alguien le da vueltas al enigma.
Luego estaba la soberbia, la falta de humildad de quien -recuerden, mediaba la veintena- parecía vivir siempre en un castillo anclado en cimientos de nubes, delirios de grandeza y falsas expectativas desde el que se consideraba superior al resto de los que están o han estado a su lado en el pasado o el presente y a los que estarán en el futuro. Él se creía dios y su actitud hablaba de ello de forma más explícita aún que su voz. Han pasado años y aún no he visto su nombre entre los ganadores de un Nobel, o un Oscar, o un Balón de Oro, o un Pulitzer o acaso un Pritzker. Resultaba patético, más aún cuando ese chico nunca había empatado con nadie. No había ningún motivo para el que pudiera hablar por encima del hombro a nadie. Y mucho menos, creerse mejor que nadie. Podría decir que se trataba del clásico pelota que hay en toda oficina, en todo trabajo. Pero no: era algo mucho más profundo, mucho más que eso, el summum de lo repugnante, el ruin perfecto. Si no se ve, no se cree.
Y estaba la coprolalia.
¿Se imaginan que usted, en su trabajo, recibe una noticia acerca de algo con lo que no está de acuerdo y su reacción es una retahíla de insultos que, sencillamente, sobran? Añádanle la sobreactuación de quien piensa que habla en nombre de todos los que le rodean y se considera el líder de opinión. O imaginen, por ser más precisos, que estén trabajando a lo suyo, concentrados en su tarea, y de repente alguien a su espalda les sobresalta con un «hijo de tal» o un «cabr…» o «put… mamones»… Inimaginable, ¿verdad? Pues esas escenas tan surrealistas eran parte del día a día en aquellos tiempos.
La coprolalia, ya lo leyeron al comienzo del post, es una tendencia a proferir obscenidades que también puede denotar un trastorno mental denominado síndrome de Tourette. De hecho, si supiera que ese era el motivo de que, además de pelota, rastrero, sucio, egoísta y soberbio, fuera tan maleducado, pues bien. Pero me temo que no: sencillamente él, allá donde esté hoy en día, es una de esas personas infames que están en el mundo porque de todo tiene que haber. Ojalá haya cambiado. Porque era algo que, si no se ve, no se cree.
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