Los moáis de Bremen

Los moáis de Bremen

Les recomiendo que, si visitan Alemania, no dejen de acudir a Bremen. Es una ciudad pequeña, de cerca de medio millón de habitantes que, pese a tener entidad propia como Länd dentro del país, vive a espaldas de la cercana y más pujante Hamburgo. Bremen es un lugar tranquilo, situado un poco a desmano del eje típico BerlínMúnich y  realmente no destaca por nada en especial. La ciudad del legendario cuarteto de animales músicos tiene un gran puerto (Bremerhaven, a unos 60 km., eso sí) pero no el más importante; tiene un buen equipo de fútbol aunque no es puntero (Özil vino de allí). Tiene un gran río -el Weser– que, sin embargo, tampoco despunta en las estadísticas de la geografía germana. Es una ciudad bonita, mucho, pero ya le decimos que tampoco le va a provocar, seguramente, ningún vahído a causa del síndrome de Stendhal.

Los músicos de Bremen
Los músicos de Bremen

Porque más que todo eso, Bremen es encanto. Es de esos sitios que, sin una razón concreta y objetiva, atrapan de una manera inexplicable. Enamoran. Imagino que los lugares que vamos conociendo a lo largo de nuestra vida, del mismo modo que la gente que se cruza en tu camino o las experiencias que nos marcan, se asocian y adquiere indeleblemente el tono del momento vital en el que suceden. Y yo, tengo que decirlo, llegué a Bremen feliz, en Bremen fui más feliz aún y cuando dejé Bremen, era imposible borrarme la sonrisa de la cara. No piensen que viví una larga temporada en la ciudad. De hecho, y aunque seguramente mi memoria me engañe,  no fueron más de tres días. Poco, pero lo suficiente para reducir significativamente el ritmo de unas vacaciones por todo el país que rayaron la locura a la hora de andar hasta la extenuación. Ese fue el primer efecto de Bremen: paz. Porque es un sitio para tomárselo con calma, para pasear y sobre todo, para respirar. Sin prisas. Y con pausa.

No querría que este texto se convirtiera en una guía turística. No pretendo eso. Si quieren información sobre hoteles, cosas que hacer allí, museos, etc., Internet les ofrecerá los consejos que necesite. Me gustaría compartir la experiencia e invitarles a que imaginen esos lugares, esos momentos y se hagan una idea de lo que supuso cada foto. Especialmente, la de los moáis de Bremen. Les pongo en situación y ustedes, si quieren, me acompañan…

Paseo junto al Weser
Paseo junto al Weser

Imaginen un paseo al lado de un río amplio y manso. Un sitio en el que se puede respirar aire puro. Las bicicletas circulan constantemente. Aquí y allá, en esa franja de césped que separa el camino de la calle, hay gente sentada: familias con niños, estudiantes, solitarios como yo o hasta parejas de ancianos, que disfrutan de una amable tarde de sol con sus juegos, sus libros o simplemente de la hipnótica visión del agua acariciando lentamente las orillas mientras se despide de Bremen. El paseo, desde el lugar donde dormía (el albergue juvenil) hasta el estadio de fútbol, tiene 3,5 kilómetros aproximadamente (gracias, Google, por el dato). Una pequeña caminata de poco más de media hora en la que, sin embargo, percibes que algo cambia dentro de ti. Fueron momentos de esos por los que merece la pena vivir. Absolutamente despreocupado, casi como cuando era un niño (¿sería posible eso ahora?), recorría esa distancia y me sentía más libre que nunca. Absorto en mi propio sentimiento de plenitud. Iba y venía hasta convertir aquel sitio en uno de esos a los que acabas volviendo siempre, aunque sea mentalmente y por pura evasión.

‘Los moais de Bremen’ pertenecen a uno de aquellos paseos. Es una de las imágenes más especiales no solo de aquel viaje germano sino de todas las que he tomado en mi vida. Fue en aquel mismo paseo, junto a un pequeño muelle desde el que salía una barcaza que conecta las dos orillas. A un lado de la puerta había una zona de piedras de mediano tamaño. Allí, un hombre bien entrado en la cincuentena se afanaba, con una concentración extrema, en la tarea de seleccionarlas y formar con ellas figuras sin más cemento que el equilibrio. Verlo en acción era pura magia. Se me hizo de noche allí plantado tratando de comprender la manera en la que colocaba las piezas para hacer unas esculturas tan imposibles como efímeras, desafiando toda lógica. Algunas se derrumbaban al poco tiempo pero él volvía una y otra vez, inquebrantable el ánimo (era alemán, no lo olviden) para volver a erigir sus creaciones.

Los moáis de Bremen
Los moáis de Bremen

Me hubiera encantado hablar con él, aun en mi escasísimo alemán. Pero era imposible: contemplar el mimo y la personalidad con la que trabajaba parecía algo de cuento y quebrar con palabras mal dichas aquel encanto -lo supe inmediatamente- habría tirado al suelo las esculturas y la magia. Porque… ¿qué preguntarle? ¿Por qué, claro? ¿Para qué..? Y yo me dije «¿y por qué no?» ¿Acaso necesita alguien motivo alguno para expresarse? Yo vivía un momento muy feliz en aquel instante, y ni supe entonces ni sé ahora qué quería decir aquel señor con su obra. Sin embargo, resultaba tan placentera la sensación de estar conectado con alguien que, a su modo, gritaba al mundo sus sentimientos, que no podía por menos que sentirme pleno, lleno e iluminado. Irradiando felicidad.

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