
Le recuerdo paseando por Majadahonda cuando Majadahonda solo un pueblo más del extrarradio de Madrid. Era la segunda mitad de los años 80. Una época feliz, en la medida en la que la inocencia de un niño hace que sus mayores problemas estén en hacer los deberes o en salir rápido al recreo para no ser el último en tocar la valla de enfrente y, de paso, ligársela en ‘la vuelta a la casa’. Porque menudo fastidio era dar vueltas al colegio tratando de emboscar a todos los de tu clase. Mis compañeros, seguramente, no conocían a aquel hombre. Yo tampoco habría reparado nunca en él si mi madre no me lo mencionara cada vez que nos lo cruzábamos. Allí iba él, un señor peruano -algo casi inédito en la época- siempre elegantemente vestido, con un aires de galán como de otro tiempo, calcetines de colores diferentes y varios relojes en sus muñecas. Un tipo peculiar.
Lo de los relojes era uno de sus rasgos más significativos, el que más me llamaba la atención de Kiko Ledgard. Para un niño ya bastaba con que su madre le dijera que ese señor salía en la tele como para considerarle mágico, aunque no haya sido hasta este preciso momento cuando realmente le he visto en acción, gracias a Internet.
Asocio su imagen -creo- al lugar exacto en el que un día le paramos para saludarle y él me regaló una foto firmada. ¡Me hizo tanta ilusión! ¡Una foto de un presentador de la tele! Cuando la televisión, por si no lo recuerdan -o es usted tan joven que ni lo sabe-, se componía de dos canales y el único parecido con el día de hoy es que ya por aquel entonces también veíamos a Jordi Hurtado. El lugar es la puerta de la pastelería Castilla, frente a los Jardinillos. Allí conseguí aquella postal que me prometí guardar siempre. Obviamente no fue así. Aunque lo guarde en mi cabeza, el papel ya no existe.
No tenía más motivo para hablar de Kiko que el mero recuerdo. Esa nostalgia que conlleva un momento en toda vida que te hace pensar que todo lo pasado fue mejor. Ya saben cómo funcionan estas cosas y aquella, ya digo, era una época feliz, despreocupada, de tardes eternas de bocadillo y fútbol con amigos y de puro aprendizaje. Un día te da por recordar algo, ese algo te lleva a otra cosa y al final el camino de la mente te ha colocado en un lugar opuesto al que esperarías llegar. No sé cuál ha sido el punto de partida. Pero al final, surgió él, su tez morena, su energía al hablar con ese acento exótico, los aires de vieja gloria siempre joven, triunfador y dispuesto. Un caballero. Sé que idealizo. Ha pasado tanto que puede que haya olvidado la realidad. De hecho, igual esto nunca pasó. He leído reseñas sobre él, biografías e incluso su obituario. No recuerdo haberme enterado de su muerte (en 1995, a los 76 años), aunque cada vez que pensaba en él, curiosamente, la diera por supuesta.
Los textos que versan sobre su persona coinciden casi todos en calificarle como una persona polifacética. Boxeador, decorador, publicista, actor, vendedor… un hombre cuya vocación de comunicador le colocó en primera línea al adaptar un conocido programa de la televisión estadounidense al público peruano. Tal fue su éxito e influencia que acabó resultando incómodo en el país y por ello, con su extensa familia (tuvo 11 hijos), desembarcó en España, donde tardó poco en repetir su éxito con una nueva versión del mismo programa. Sin embargo, cuando mi madre me lo señalaba y me decía que ese hombre era presentador, se refería a su etapa en el ‘Un, dos, tres…‘, programa mítico del que fue su presentador en dos etapas durante los años 70 y que le granjeó la mayor de las famas en aquella España. De hecho, fue el primer conductor del mítico espacio.
Fue tal su éxito aquí que, cuando regresó a Perú una década después, su popularidad había aumentado igualmente en su país natal. Se puede decir que estaba en su mejor momento profesional y tenía todo un futuro por delante. Pero ese brío que le movió siempre jugó en su contra de la manera más estúpida. Durante una sesión de fotos para la TV peruana, Kiko Ledgard se subió a la barandilla de una terraza. Perdió pie y cayó al vacío. Las imágenes que recogen el momento parecen una broma pesada pero su cuerpo, inerte y sobre un charco de sangre varios pisos más abajo, cortaban de raíz cualquier duda y de paso, su futuro profesional. Es cierto que sobrevivió aunque las secuelas le dejaron marcado durante el resto de su vida. Era 1981. Yo le conocería unos años después, ya en ese pequeño pueblo de entonces que era Majadahonda, donde cada vez que me cruzaba con él me parecía encontrarme ante un ser mítico del que sabía poco más que había salido en la televisión. Suficiente para un crío que se quedaba ensimismado con ese señor que llevaba un calcetín de cada color y varios relojes en la muñeca. El hombre de la foto.