Ayrton Senna, ¡30 años después!

Reconozco que, por muchísimo que me flipara -y me flipa aún hoy- Nirvana, fui un advenedizo a su parroquia y mi querencia por esa voz quebrada de Kurt Cobain empezó cuando el grupo ya había pasado a la historia por el suicidio de su líder. Precisamente a comienzos de abril se cumplían 30 años de aquello, como tuvo a bien recordarme una compañera de trabajo de mi quinta. Y ni ese vértigo que viene cuando contemplas tres décadas hacia atrás en el tiempo me hizo caer en que, si el 5 de abril fue el día de Cobain, poco, muy poco después, fue el de Ayrton Senna.

Domingo 1 de mayo de 1994. Un preadolescente de 13 años espera la comida mientras ve la carrera de Fórmula 1, en el circuito de Ímola. Un fin de semana raro aquel en el que el asfalto del trazado de San Marino se adhirió a la tragedia tras ver cómo, en un lapso de apenas 24 horas, un piloto perdía la vida -el austriaco Roland Ratzenberger- y otro, mucho más conocido que aquel -Rubens Barrichello- estuvo a punto, hasta el punto de que aún hoy reconoce que estuvo “seis minutos muerto”.

Incluso para un nene como el que era entonces aquello parecía casi de magia negra. Pero aún no habríamos visto todo. La carrera se inició y nuevamente hubo que parar por un accidente en la salida, un último presagio de lo que sucedería poco después, ya con la carrera lanzada: Senna, el dios, el mito, la leyenda, liderando la prueba, pierde el control de su coche en la curva Tamburello. El impacto contra el muro es brutal. Lo hemos visto miles de veces. El monoplaza rebota violentamente delatando la fuerza de la colisión: medio vehículo se ha desintegrado. La inmediata mirada al piloto tampoco daba buena espina: el casco inerte excepto por un parpadeo tras el cual no hubo nada.

Senna era pura melancolía. Circulan por la red vídeos de sus primeros tiempos y ya había en sus ojos esa mirada perdida, ausente y concentrada antes de cada carrera. Aquel fin de semana maldito en Ímola añadió una suerte de gravedad al gesto. La intuición, el presagio, tal vez, una etiqueta a la que se apuntan aún hoy quienes le conocieron. Pero lo que parece objetivo es que ese domingo se mostró aún más taciturno que de costumbre. 

Escribo esto a la misma hora a la que hace 30 años aún flipaba ante la pantalla esperando y recibiendo noticias. Y cuando llegaron, el impacto que aún hoy sucede. Aún hoy sucede, por supuesto, añadiendo esa dosis de nostalgia, ese peso (y poso también) del tiempo que parece correr aún más de lo que lo hacía el brasileño en los circuitos. Incluso cuando me sorprendía hace una década de algo similar, es ahora como de otra vida.

Pero el mito de Senna sigue vivo. Sobrevive el recuerdo, sus hazañas sobre el asfalto, su pasión incombustible y una personalidad única que le diferenció de sus contemporáneos y de prácticamente casi todos los que se han medido con él, siquiera en la distancia segura que ofrecen las estadísticas. También sobrevive la institución benéfica que quiso impulsar pero que no llegó a ver en acción y que durante todo este tiempo se ha dedicado a ayudar a menores sin recursos en Brasil. Obviamente era algo más que números. Hoy toca recordarle.

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