Se cumplen 20 años (¡20 años ya!) desde aquel domingo. Un día luminoso que acabó sucio, feo y desubicado, sin creerse realmente que él, Ayrton Senna, el mejor piloto de la F1, había perdido la vida aún con más velocidad con la que pilotaba su monoplaza. Ocurrió cuando iba el primero, ¿cómo no?
Por mucho que suene a blasfemia, perdió el control de su coche y se empotró a máximas revoluciones contra el muro que cortaba la curva Tamburello, en el trazado de Ímola, San Marino, capital de la tristeza automovilística desde aquel instante fatal. El porqué sigue siendo un misterio aún hoy y la única certeza que quedó sobre el asfalto era tan innecesaria como obvia: no hacía falta un final así para que el brasileño fuera considerado leyenda, mito, dios.
Han pasado 20 años y su aura aún envuelve el recuerdo de algunos de los mejores momentos del ‘gran circo’. Es cierto que sus números han quedado superados. Ni victorias, ni poles, ni mundiales le encumbran ya y, sin embargo, algo especial había en sus manos para que incluso sus herederos sobre la pista le señalen como inalcanzable referencia, incluso para pilotos actuales que ni siquiera han coincidido en vida con él. Es otro dato para comprender la dimensión de la leyenda. Eran otros tiempos, sin duda, pero su legado es tan actual como si siguiera vivo. Aún hoy, Brasil le llora. Aún hoy, se le echa de menos. Aún hoy, sigue siendo el más grande. Y sí: esto es casi un rezo.
Si 1994 fue el año de su muerte, 1984 marcó el comienzo del mito. El semáforo verde en el documental sobre su vida, ‘Senna, la Leyenda‘ [busquen esa película], comienza en ese momento, en su debut en la Fórmula 1, cuando solo una bondad del reglamento en favor de su archienemigo Alain Prost le impidió ganar la carrera de su debut, en Mónaco, inolvidable aquella remontada bajo la lluvia en la que su Toleman parecía el único coche que rodaba sobre asfalto seco. La búsqueda constante del límite, de la perfección. La paradoja de aquel domingo, -claro, otro domingo-, fue que acabó segundo, «el primero de los perdedores» en su boca, de la que saldrían tantas otras frases, tantas sonrisas.
Pero tal día como hoy hace 20 años, la jornada se tiñó de negro. Todo aquel Gran Premio de San Marino, en realidad. El sábado moría el austriaco Roland Ratzenberger tras una brutal colisión. Un mal augurio que afectó sobremanera a Senna, un Senna diferente, alejado de la bisoñez de cada fin de semana, con la mirada perdida y ¿el miedo?¿el pálpito? instalado en su cabeza. Cuentan las crónicas del día que incluso llegó a plantearse no correr aquel domingo, que hubo que convencerle. ¿Miedo? No nos lo creeríamos.
El semáforo verde parecía el comienzo de la normalidad. El brasileño salía en la pole y aunque la temporada hasta ese momento no iba del todo bien ese día podían cambiar las cosas. Pero en la primera vuelta se produjo un incidente, otro más. La reanudación ya fue tensa, con el genio líder y un jovencísimo Michael Schumacher pisándole los talones y apretando en cada curva. Deporte, hasta la curva Tamburello, en la que el alemán fue el testigo más cercano de la tragedia. La cámara subjetiva del Williams se apaga justo cuando el coche parece perder adherencia y el control. El monoplaza ni frena ni puede girar a tiempo y el muro a 300 km/h se aproxima sin remedio y sin estar dispuesto a conceder segundas oportunidades ni para la vida ni para la leyenda. Ni siquiera para que un domingo que empezó soleado pudiera acabar sin ese halo de tristeza con el que nos vestimos.
Hace hoy 20 años. Por siempre, Senna.
