La feria de los discretos y de los hombres de acción

De las cosas buenas que tiene esto del confinamiento, una es la posibilidad de aumentar el tiempo de calidad para leer. Ya que muchos normalmente no podemos más que hacerlo en el transporte público, sentarse en el sofá sin cansancio de por medio un rato permite disfrutar algo más de la lectura. Y eso, en el caso de este libro que traemos esta vez, es una bendición porque el reencuentro con Pío Baroja siempre requiere de una pausa que resulta complicado hallar en otras circunstancias, al menos para quien escribe estas líneas.

Reconozco que apenas conocía nada sobre La feria de los discretos (1905). Hace muchos años recibí como regalo de cumpleaños la mayor parte de la bibliografía de Baroja y este título pasó muy inadvertido entre el resto de las obras más populares del autor. Y ciertamente, uno que desgastó los ojos en la trilogía de La raza o en la lectura recurrente de El árbol de la ciencia (lo leía cada verano cuando era joven), por ejemplo, encuentra con sorprendente entusiasmo esta novela ambientada en un escenario tan alejado de aquel Madrid que describe tan minuciosamente en muchas de sus páginas.

Empecemos por ahí. La feria de los discretos se desarrolla en Córdoba, en vísperas de la Revolución de 1868. El contexto ya anticipa un entorno creciente de tensión, que hará coincidir su explosión histórica con algunos de los momentos álgidos del libro. Pero no adelantemos acontecimientos porque el marco es eso, el escenario en el que asistimos a las peripecias de Quintín García Roelas.

Quintín es un joven cordobés que regresa a su ciudad tras ocho años estudiando en Inglaterra. Difícil imaginar mayor contraste y vaivén vital más acusado que el viaje del pícaro niño que se las partía en la calle antes de irse, los años de educación y flema británica, y la vuelta a su ya desconocida pero nunca olvidada ciudad natal.

Es allí donde se va topando con una serie de personajes que conforman un retablo de alegría superficial, de vida rebosante pero que se desenvuelve en un ambiente pesimista signo de los tiempos, y tintadas con una decadencia que, en el caso de Quintín, parece envolver cada uno de sus pasos.

Es así en el amor, por ejemplo. Porque hay que decir que el joven se enamora perdidamente, si bien esta ansiada relación que se torna imposible le acaba tornando el carácter -o tal vez sacándolo a flote desde el abismo interior- para situarle en un plano más rebelde, más pícaro y definitivamente menos elegante que cuando le conocemos. Es un punto de inflexión en las páginas del libro que descolocan un tanto al lector en tanto en cuanto hay partes un tanto inconexas y que tampoco parecen justificarse del todo. Eso ocurre especialmente al trazar el camino desde el idealismo inicial del protagonista, en su etapa ‘de hidalgo’, hasta la de crápula impenitente y que coquetea con el riesgo para su propia vida que define al Quintín que cierra las páginas de la novela.

El relato se nutre de episodios muy aventureros, divertidos y muy peliculeros que justifican al «hombre de acción» en el que pretende convertirse el protagonista. Además, también se va encontrando con recuerdos y anécdotas de unos y otros que le envuelven y le salpican.

Son relatos del «pueblo» puestos en voz y gracejo de personajes que pululan, las más de las veces, sin que les sepamos el nombre; acaso lo más, un apodo con más sorna que verdad. Un retablo extenso que retrata toda la vida social de la Córdoba de la época y en el que sobresale un secundario legendario: el bandido José Tirado Pacheco, temido y admirado a partes iguales y cuyos delirios de gloria y grandeza concluirán en el precipitar de los acontecimientos.

Son estas palabras rebotadas en la cal de las calles cordobesas las que nos desvelan la historia que subyace detrás de Quintín y su familia. Su propia biografía puesta en boca de otros como un chascarrillo más.

Y así van pasando las páginas. Con un léxico abrumador y una acción que avanza a trompicones pero con el interés de ver qué sucederá a continuación y si, ya que Quintín sobrevivió a su pasado, también lo hará a lo que le depara el futuro, el que él mismo se construye contra todo y contra todos, incluido, a veces, su propio sentimiento.

Este peculiar Quijote sin honor pero con mucho más beneficio y sapiencia protagoniza una novela interesante, entretenida, perfecta para leer en el sofá y, por qué no, también en un tren de cercanías. Aunque mi sofá sea más cómodo, sin duda.

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