Andanzas del impresor Zollinger

Que un personaje se dedique a perseguir un sueño es una de las metas más recurrentes en toda la historia de la literatura (y del cine). Y generalmente la trama de una novela, como es el caso, es eso que va aconteciendo mientras el sujeto circula con más o menos fortuna en pos de su objetivo.

Andanzas del impresor Zollinger (Pablo d’Ors), narra un ejemplo, el de August Zollinger, aunque su deseo tiene un poco de estrafalario: convertirse en el encargado de la imprenta de su localidad. Tampoco él parece un chaval lo que se dice al uso -sin que eso sea ni bueno ni malo-, así que es de suponer que pocos debieran sorprenderse por tan peculiar afán. Vaya por delante que hablamos de un joven de un pequeño pueblo austriaco que tenía su imprenta funcionando y en perfecto funcionamiento. August trabajó de joven allí y no solo aprendió el oficio, sino que lo convirtió en su pasión vocacional.

Pero sucede que, cuando al fin tiene la ocasión de alcanzar su sueño, los herederos del antiguo impresor cercenan sus pretensiones y le invitan a abandonar la idea. Se supone que sus argumentos fueron tan convicentes que, de la noche a la mañana, el peculiar August Zollinger protagoniza otra más de sus excentricidades: desaparece del pueblo sin dejar rastro y sin que nadie, excepto sus interlocutores, sepan o intuyan los motivos de su repentina ausencia.

Y es entonces cuando inicia un viaje sin rumbo hacia un destino incierto y sin meta aparente. Pero Zollinger no entiende este exilio como un fracaso ni un castigo, ni siquiera como una fuente de resignación; pero tampoco como una oportunidad ni un punto de inflexión en su vida. Simplemente es eso, la vida, que le conduce, que le lleva, que le trae y que proveerá si se hace valer.

De esa manera asistimos a su periplo por Austria y a sus temporadas en distintos puntos y con distintas labores en las que va aprendiendo oficios y va conociendo enseñanzas y sentimientos que al comienzo de la historia le quedaban muy muy lejanos.

Como lectores, caeremos en una trampa perversa porque, tal vez, no estamos del todo acostumbrados a que nos planten ante los ojos a un personaje que viva tan intensa y ardorosamente su existencia pero que, no obstante, nunca deje de caminar hacia delante. Sucederá cuando conoce el amor más puro a partir de escuchar cada día una palabra, una sola, de la mujer que le pregunta si ha hecho su labor: vigilar el cambio de agujas de una línea ferroviaria casi abandonada.

Este amor visceral y platónico que halla a través del auricular le marcará profundamente durante los momentos en los que una palabra son dos, y dos son tres, y hasta que una mañana aquella voz se silencia para siempre. El destino le priva de esta mujer pero le vuelve a poner en el camino. Se refugia en el Ejército, donde se reincide en el carácter obsesivo con el que quiere cumplir sus encomiendas, ganándose el beneplácito de compañeros y de superiores, con la pena de la pérdida horadando su interior.

Viene después el trabajo de poner sellos con un tampón en documentos oficiales de un ayuntamiento, una labor mecánica de la que hace un arte, tan incomprendido como meritorio. Posteriormente será zapatero: empezará como aprendiz y pronto su fama se extiende por aquella región del país, tal es la avidez de hacer las cosas bien, de forma absolutamente natural, con resolución y sin decaer ante las adversidades o la desidia de muchos de los que se va encontrando alrededor.

Y pasan los años, y sigue habitando en la excelencia en sus labores, y sigue el amor perdido arañando su calma interior. Pero, aún con eso, el sueño sigue ahí, conviviendo con el recuerdo y la añoranza del amor que no fue. Y él es el mismo que comenzó el viaje pero muy diferente. Al final, no ha hecho otra cosa que vivir la vida, en sentido literal; y aprovecharla, que eso sí que no puede decir todo el mundo, ni aunque solo sea un personaje de novela. Salvando las distancias, August Zollinger me recordó a Forrest Gump, un alma pura, a veces zarandeada, que nunca se rinde y que siempre, siempre, tira hacia delante.

Es el primer libro que leo de Pablo d’Ors (Madrid, 1963), de quien sus biografías cuentan que es sacerdote y escritor, y viceversa. El caso es que su currículo, incluso familiar, refleja una vida en la que el mundo filosófico y teológico está más que presente, lo que explica muchas de las reflexiones que Zollinger transmite a través de sus actos y de sus pensamientos.

Tal vez por ello estamos ante una novela más bien blanca, amarga en su punto, amable, bien escrita y que invita a empatizar con el carisma de un muchacho noble aunque excesivamente idealista; naif, que se dice ahora. Una suerte de parábola que se lee en un rato y que merece la pena.

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