Aprendiendo con Gabriel Cualladó

Para ir retomando, un texto para cubrir la que amenazaba con ser una ausencia injustificable. Sirvan, pues, las líneas que siguen como un homenaje a la memoria (reciente) y un argumento para que, la próxima vez que se anuncie una exposición de Gabriel Cualladó, darse más premura en su visita, tanto a la sala como en su traslación a este cuaderno patuno que abrimos al mundo.

Autorretrato de Gabriel Cualladó

Gabriel Cualladó (Massanassa, Valencia, 1925-2003), decíamos. Fotógrafo. Referente de unas cuantas generaciones que, me van a disculpar, no conocía antes de que uno llegara a la Sala Canal Isabel II de Madrid y se topara de frente con su Autorretrato en camiseta, la imagen que ven sobre este párrafo y que recibe al visitante una vez entras en esa torreta tan característica que es la sala de exposiciones.

Y uno piensa al salir y por adelantar acontecimientos, que nunca es tarde para contemplar buenas fotografías, aprender y sorprenderse con imágenes que parecieran hechas ayer mismo.

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Nada más lejos de la realidad. En el recorrido por la sala se contemplaba un deslumbrante catálogo de escenas, retratos y quietudes. De estampas detenidas en el tiempo pero no por el manido contrato entre obturador y papel, química mediante, sino por el parpadeo que impresiona en la memoria una vivencia. Eso, más bien, es lo que transmite su fotografía, una calidez inusitada, viva, actual.

Hay rasgos de su personalidad que se destacan en la nota que se entregó en la muestra que explican, en parte, la gestación del estilo. La mayor parte de fotos parecen cercanas, «con alma propia» según Juan Manuel Castro-Prieto, uno de los fotógrafos que hablan de él en el documental El camino, que también se mostró en la retrospectiva y que también pueden ver en esta entrada.

Bernard Plossu, otro de los grandes nombres de la profesión durante las últimas décadas, destaca un rasgo que le marcó y que ayudan a situar al personaje: «En su tarjeta de visita, Cualladó se presentaba como «fotógrafo amateur», recuerda. Y eso, esa modestia, esa «simulación de ser transparentes», como dice Joan Fontcuberta, le permitía impregnar sus negativos de una atmósfera especial, «austera, sobria, nada artificiosa, por eso entraba en el alma de lo que fotografiaba», concluye Fontcuberta.

Se recuerda con cariño su gran figura, su porte corpulento, lo grandes que parecían sus manos en relación a la pequeña cámara que manejaba. Tal vez esa imagen bonachona, tímida, de persona «retenida internamente» ayudara a formalizar unos retratos que de una manera u otra traslucen una nitidez que va más allá del enfoque. Sus personajes realmente parecen relajados ante la cámara, naturales, reales.

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Mi impresión ante su obra fue muy similar a la de contemplar fotografías de otros grandes que han desfilado por Madrid. Me llamó mucha la atención su uso de los negros, de imágenes que se me antojan un pelín subexpuestas pero que convierte en un recurso narrativo que le aporta más fortaleza a sus imágenes, y no precisamente desde el contraste, que parecería lo más sencillo en esos casos. Para los que estaremos siempre en proceso de aprendizaje es un modelo excelente para saber que hay algo más que las fotos teóricamente perfectas.

Porque si hay reglas, ¿por qué no romperlas? Y qué más obvio en este ámbito que jugar con los encuadres, con las líneas. A veces esa experimentación no se antoja tan obvia y, qué duda cabe, hay que ser muy bueno, tenerlo muy claro y poseer una inmenso talento para encontrar angulaciones imposibles y quebrar tendencias para, justamente, iniciar un camino propio.

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