No somos gente mala, pero hicimos algo terrible
Busque información sobre Bloodline y hallará estas palabras de forma omnipresente. Es un lema, una frase hecha, comercial y con gancho. Una percha, un motivo, un anticipo.
Es algo increíble. Es un epitafio.
La producción destapa un drama de magnitud épica: el cómo una familia poderosa, adinerada y respetable que regenta un hotel con encanto en primera línea de playa en Florida, acabará deshaciéndose en un océano de mentiras, apariencias y secretos autodestructivos.
Vamos a empezar de nuevo. Bloodline es una serie que, en breve, colocará su tercera temporada en Netflix. Narra las aventuras y -sobre todo- las desventuras de los Rayburn, propietarios de un lujoso resort en los Cayos de Florida. La acción arranca en el instante en el que el matrimonio que fundó el establecimiento celebra una fiesta de aniversario. A la misma, concebida como un encuentro generacional de toda la familia, asiste casi por sorpresa el hijo mayor de la pareja, Danny, algo que ni sus padres ni sus hermanos esperaban. El porqué es el eje en torno al cual va girando la rueda de la serie.
Y eso que saber que algo pasa con él es inmediato, casi lo primero que sabremos al acabar la carátula. Empieza desde entonces a desmadejarse un ovillo en el que cada miembro de la familia es un hilo y cada cual tiene una historia que contar, un secreto guardado. Y en el cómo se presentan tiene Bloodline su máxima fortaleza.
Porque si bien la trama avanza presentando a la propia familia como un ente, el trabajo de interpretación de cada personaje está cincelado en mármol. Creíbles, naturales, reales… sus idas y venidas ofrecen un espectáculo tal que, para el que está presenciando la historia, casi pudiera decirse morboso e intrusivo. La llegada de Danny aquel día, como preveía el hermano segundo John (Kyle Chandler), iba a resultar más problemática de lo que pudiera parecer. No sabía él cuánto, a decir verdad.
La cosa es que el hermano-hijo pródigo que regresa parece, en contra de lo que sus hermanos presagian, querer redimir un pasado en el que parece que ha colocado a sus más allegados en posiciones extremas. ¿Será esta vez la definitiva? Sin adelantar acontecimientos, el tono de la narración mantiene la sombra de la duda como si una siniestra nube se cerniera sobre el devenir de todos. Y es que Danny juega con las ambigüedades, con las medias verdades y va desvelándose como un villano de libro con una imprevisible mente maquiavélica que parece destinada a quebrar a sus familiares. Excelente el actor Ben Mendelsohn en este sentido.
Y quien piense en una historia convencional de ‘chico malo regresa a casa pero sigue por el mal camino’ quedará pronto entre dos aguas: las de quien tiene motivos (comprensibles) y las de quienes parecen modélicos en apariencia pero tienen mucho que callar y que esconder. Puede que, sin llegar a esos extremos, todos tengamos un poco de ambas caras de la moneda. Sin ánimo de desvelarles nada, lo que sí es apabullante es el proceso de deterioro de la unidad familiar.
Es verdad que no es una serie para todos los paladares. Es lenta, muy lenta, eso es innegable. Pero tiene la curiosa virtud de ofrecer pocos momentos para recrearse en el escenario: cada fotograma cuenta, es intenso, pesa, golpea. Y si el guión es brillante y sólido y los actores alcanzan ese nivel la cosa es dejarse llevar.
Es una serie muy buena, de esas cuya primera temporada te atrapan. Sin embargo en la segunda, sin el principal leit motiv que movió a la primera, decae un punto el interés. Es un conjunto de capítulos que abunda en lo psicológico y toca más el ámbito más detectivesco aunque el drama se extiende y alcanza cotas inesperadas. Los giros que se dan resultan sorprendentes, y el final presagia una tercera en la que, lejos del ‘mono’ de otras series, al menos sí te hace sentir el gusanillo del qué pasará ahora.
Nada bueno surgirá de esto…
Ay, Gary Hobson, cómo hemos cambiado…