Javier Campano, el ojo entrenado

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Nueva York (2003). Javier Campano

Una de las premisas del fotógrafo, del buen fotógrafo o al menos del que pretende serlo, es entrenar el ojo. Da igual el estilo, el tema o el contexto: mirar la existencia como a través del visor de la cámara es una forma de vida que puede llegar a ser una obsesión. Aprender a aprehender es la diferencia entre captar la esencia de lo que nos rodea o la acumulación arbitraria de imágenes sin sentido.

Javier Campano (Madrid, 1950), es un fotógrafo entrenado. Un ejemplo de libro, que se diría. Autodidacta de formación, lleva más de la mitad de su vida mirando lo que está ahí pero no todo el mundo puede ver. Su objetivo busca y, casi sin querer, encuentra. Su espacio es la ciudad, el entorno gris, el  asfalto, los reflejos metálicos y las texturas sintéticas. Y, sin embargo, halla el color. Muestra de ello es la exhibición que, desde mes de febrero y hasta el 16 de abril, se le dedica en la sala Canal Isabel II.

Aunque el autor tiene una más que notable trayectoria con la fotografía analógica y casi al cien por cien en blanco y negro -trabajos por los que ha sido reconocido y premiado-, no ha sido hasta hace relativamente poco cuando, «por la inmediatez que demandaba el trabajo», dio el salto a lo digital y al color. Esta exposición es un compendio de estos últimos años de obra.

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Y a fe que si queremos color, lo encontraremos. Lo más llamativo es la saturación, la viveza, la manera que tiene de sacarle partido a los trozos de realidad que enmarca y que, según la estampa gira desde el retrato urbano hasta lo puramente abstracto. Empecemos por ahí.

¿Se han fijado alguna vez en ese efecto tan peculiar que se da cuando dos edificios conviven uno al lado del otro, sólo divididos por las diferentes maneras de pintura? ¿No? No se preocupen. Si van pendientes de eso pueden acabar volviéndose locos. Servidor lo hace y tal vez por eso entrar a la sala y toparse con esas fotografías era como entablar conversación y soltar confidencias a un viejo amigo. Porque las primeras series de la muestra no parecen fotografías, sino cuadros que bien pudieran vivir en el Reina Sofía.

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No es casual que este conjunto se llame ‘Pinturas de paso’. A modo de lienzos, las escenas ofrecen geometrías caprichosas y a veces contrapuestas obligadas a convivir, dando como resultado combinaciones tan hipnóticas como imposibles. «Cuando miro una pared y ver un Guerrero, un Malévich, un Tàpies, un Newman o un Rothko, me vuelvo loco de alegría», reconoce.

 

El resto de la exhibición es más convencional en sus objetos pero igualmente original. Es la radiografía de la realidad. El ojo entrenado, ya saben, que se fija en detalles que, por recurrentes, se hacen invisibles casi para todos: señales de tráfico, rótulos, mobiliario urbano o incluso todo tipo de números, que precisamente regalan algunas de las imágenes más peculiares, una colección de cifras de todo tipo de composición, colores y ubicaciones.

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Roma (2016). Javier Campano

Pero tal vez las más llamativas son la estrictamente urbanas, las que muestran detalles que pasan desapercibidos. Son pequeños tesoros visuales que esperan al observador atento. Y aunque seguro que cada cual podrá hallar los suyos, buena parte del mérito que tienen estas fotografías es el de que el espectador, al mirarlas, seguramente admire ese momento efímero que queda retratado en un negativo (digital o no) para siempre.

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Madrid 2016. Javier Campano

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