Un coche de Madrid matriculado con las letras EH es del año 1981. El vehículo de esta historia es, por tanto, de ese momento.
A uno le hablan del año 1981 y piensa que no hace tanto, que fue ayer mismo. Total, si este pato que escribe y suscribe nació en 1980 y aún se siente y se dice «joven», cómo no va a serlo algo que incluso nació después. Pero claro, hay que echar cuentas y entonces ves las implicaciones de esa cifra que pasa ya la treintena, piensas que por algo la televisión vive de ‘revivals’ de aquella época, hay quien se forra con un libro sobre anécdotas de la EGB, y así. Vaya tela. Uno ata cabos y cae, definitivamente en la cuenta, en sentido literal, de que ciertamente han pasado muchos años.
Sé que ese Talbot aparcado en mi calle es de 1981 porque lo busqué expresamente. Y no es que el carro en cuestión me llame mucho la atención. Se trata de un modelo 150, un utilitario de tamaño medio, de color verde, con líneas muy de aquel tiempo, con una silueta robusta, cuadrada, como un ladrillo con ruedas. No, no es que fuera mi coche favorito pero una cosa es cierta: es, sin duda, el automóvil más lustroso y brillante de la calle donde vivo, del barrio y, posiblemente, de la ciudad entera.
Esta es una historia de amor, no tanto de coches.
La primera vez que reparé en los protagonistas fue en agosto. Un día tórrido de esos en los que el asfalto se pega a las suelas de los zapatos y es imposible dar un paso sin sentir cómo el sudor cae, irremediablemente. Nadie, o casi nadie, por la calle. De ahí que en esa quietud escuchar el motor en marcha de un coche aparcado, sin ningún ademán de moverse, fuera como el zumbido de una mosca a la que seguimos con la mirada temiendo que aterrice en nuestro plato de sopa.
Dentro del coche, ya saben cuál, estaba un anciano. Posicionado ante el volante. Sentado, tranquilo, sereno. Con el motor en marcha y la mirada perdida en el horizonte del vehículo aparcado delante. Se encontraba en una especie de trance, hipnotizado por el sonido, de la misma manera que uno espera a que el semáforo se ponga en verde. Me siento culpable por quebrarle el éxtasis ya que su único gesto fue para devolverme la mirada, un pelín brusca por haberle roto la ensoñación. Me siento culpable. Pasé de largo con la cabeza baja, avergonzado, como si en un concierto de música clásica te sonara el móvil.
Otro día le vi fuera del Talbot. Fueron muchos días, en realidad. Pareciera que aquel señor solo pudiera existir mientras estuviera cerca del coche. En la acera resaltaba más lo frágil de su aspecto, acentuado por un traje que le aportaba más empaque a la solemnidad del encuentro. Una cita es una cita.
De esa guisa le hallé otro día, arremangado, con un cubo de agua y jabón y un trapo con el que repasaba cualquier imperfección del brillo que se percibiera en el verde oliva tan de otro tiempo que pinta la carrocería. No sería la última vez que le descubrí pasando el algodón.
En una jornada diferente también le vi rodeando al vehículo, atento a cualquier mínima alteración de la normalidad. Tal era su concentración que incluso su cuerpo hizo amago de irse al suelo al trastabillarse con el bordillo. No pasó nada, y me alegro. No podía resultar más enternecedora la historia.
Solo un día, uno que pudo no existir, le vi lejos del coche. Pero, como iba en dirección a donde está aparcado, supe que iría a su encuentro. Esta es una historia con final feliz. Puro amor correspondido.