Sebastião Salgado: impacto y drama en la retina

Sebastião Salgado (Aymorés, Brasil, 1944) es de esos fotógrafos a los que los amantes de la imagen odian y aman a partes iguales. Ambos sentimientos nacen de la pura contemplación de sus obras impactantes, de esas que despiertan algo dentro que coge de la solapa la indiferencia y producen un zarandeo difícil de explicar. Es amor por su trabajo pero es odio por la maestría en toda situación y ámbito y creánme si les digo que la envidia que despierta en este pato una vida de viajes apasionantes por todo el globo es de todo, menos sana.

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Hace pocos meses el espacio CaixaForum le dedicó una más que notable exposición en Madrid en la que se mostraba su último proyecto, que responde al nombre de ‘Génesis’. Actualmente, y tras visitar también Barcelona, la exhibición se puede contemplar, hasta el 18 de octubre, en Zaragoza. Esta muestra, elaborada durante la última década, es uno de los trabajos diferenciales del fotógrafo, seguramente también de los más agradables, ya que persigue trazar un retrato del planeta a través de paisajes o gentes que hayan variado poco, nada o lo mínimo, respecto al momento en el que nacieron. Dicho de otro modo, lo que Salgado perseguía con estas series es encontrar los rastros de un génesis absoluto mostrando pequeños génesis en todas sus variables y alcances.

El resultado, para que decir, resulta impresionante. Los paisajes captados adquieren una fortaleza increíble, reforzada por un blanco y negro contrastado al máximo, que realza el dramatismo de cielos y la aspereza de las texturas. Es puro salvajismo a un nivel que trasciende lo humano, incluso en las imágenes de hombres que se incluyen, casi todas ellas de escenas tribales. El tamaño de las fotos era otro manera de expresar esta grandeza cuya contemplación debe hacernos sentir afortunados.

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No obstante, el pretendido optimismo del mensaje no fue habitual en el trabajo previo del autor. Una película documental sobre su vida, ‘La sal de la tierra‘ (2014), relata su trayectoria vital y profesional, en lo que supone un ejercicio de contextualización tan profundo como, a veces, doloroso.

Si bien es cierto que gracias a la cinta conocemos aspectos de su vida que fueron trascendentales para dar forma a esa manera de mirar tan personal, también alcanzaremos a sentir la empatía con quien nos hace testigos de dramas -absolutos y verdaderos dramas- que ensalzan la vis más miserable, violenta y desalmada de la humanidad. Desde el impacto de sus primeras imágenes en minas o de trabajadores de todo tipo de actividad, aún con un cierto halo de inocencia en su manera de retratarlos, se pasa a la más impactante violencia que respira, palpa y capta en África a lo largo de sus viajes: éxodo de refugiados, guerras, cadáveres, enfermedad, hambre, miseria… hay un cierto tramo de la película en la que ese algo que te agarra de la solapara para evitar la indiferencia se convierte en un puño golpeando al estómago. El impacto de lo que se ve es profundo pero la empatía que lo que no se ve pero se percibe en el tono del fotógrafo al explicar los contextos, es aún más significativo.

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Como no podía ser de otra manera, la película es una delicia visual. Tanto las imágenes del propio fotógrafo que se incluyen como los planos grabados para la ocasión le confieren un aspecto casi de álbum en movimiento que atrapa de una forma hipnótica, haciéndonos desear estar donde él estuvo y hacer fotos así. La envidia, ya les digo.

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