Es la misma época, el mismo febrero, el mismo frío… el mismo cielo, la misma lluvia. Ella sale del portal con prisa, sin levantar los ojos del suelo húmedo. Un escalón… dos… tres… alcanza la acera, donde tuerce apresurada hacia la izquierda y aprieta el paso para llegar al metro lo antes posible. Madrid parece que llora si uno busca el sol y cree que ha sucumbido bajo el manto plomizo de estos días cortos de invierno. Parece que llora y, sin embargo, Madrid está más feliz que nunca. Hoy, a Madrid, no le importa ponerse el abrigo. Y se viste de verde azulado. Otra paradoja: ayer el llanto se enmascaraba con el color más alegre; hoy, la felicidad se tiñe de verde azulado.
La contemplo desde la ventana mientras se aleja. Tiene la escena ese algo en el que uno querría quedarse a vivir eternamente. Puede ser la calefacción que me abraza la espalda, o la taza caliente de café que aromatiza la vista de mi chica en la lejanía. Porque es ella, claro, la que hace del momento un hogar, un destino. Siento que allí, apostado junto al cristal, ya he llegado. Estoy en casa.
Como una señal, hace unas semanas que cambiaron aquella pancarta que me anunciaba los últimos 100 metros antes de llegar al destino soñado… que era ella, claro. Ahora, el nuevo reclamo dibuja un corazón con un mosaico de fotos de carreteras, invitando a descubrir lo que hay detrás de cada curva. También es un anuncio de coches pero nuevamente pienso en lo que ansío acompañar toda la vida a esa chica con abrigo verde azulado (¿o azul verdoso?) que estoy a punto de perder de vista desde mi… desde nuestra ventana.
Cierro los ojos antes de ese pequeño drama… el cálido olor del café cosquillea en mi nariz. Noto el calor de la cerámica en los dedos. Respiro, profundo. Eso se llama suspiro. Con la otra mano mantengo abierta la cortina aunque mis párpados ya no observen nada más que lo que quiero. Y entonces pinto Madrid con el sol que la realidad esconde; ella no va, sino que vuelve y su prisa es por verme y sus ojos, que antes buscaban en el suelo la baldosa más segura ahora miran hacia arriba, hacia su ventana… hacia nuestra ventana… buscándome. Y aunque no sea más que un sueño, cualquiera que en ese momento mirara hacia arriba, no solo ella, vería a un pato con los ojos cerrados, una humeante taza en la mano y una sonrisa de felicidad con la que os creeríais que, aun en un día frío y plomizo de invierno, Madrid está feliz, muy muy feliz.