‘Broadchurch‘ es una serie inglesa peculiar. Ambientada en un perdido municipio costero de la ‘Inglaterra profunda’, la narración gira en torno a la investigación de la muerte de un niño cuyo cadáver aparece en una playa de la localidad. El suceso quiebra la equilibrada vida del sitio, sacando a la superficie todas las tensiones ocultas que hasta ese momento cedían ante el poder de las apariencias y del qué dirán. En eso, un pueblo inglés no difiere sustancialmente de uno español, al parecer.

El trabajo policial sigue un curso más o menos discreto hasta que irrumpe en escena la prensa. En este punto dejamos la crítica de la serie para otra ocasión -que la merece, ya les anticipo- y nos centramos en el Periodismo, tal como se refleja en la pantalla: en la redacción del pequeño diario local y sobre todo, en la figura de la periodista sabueso de un medio nacional que quiere huir de editar teletipos en Londres y se planta en el pueblo para buscar -y fabricar- su historia.
Sin ánimo de estropearles mucho la serie desvelando la trama, lo cierto es que el capítulo 5, para un periodista, debe ser de obligado visionado y recomendada reflexión. Aún sin seguir la historia previa, esos 45 minutos son una manera gráfica y veraz de contemplar hasta qué punto un sensacionalismo sin escrúpulos en pos de mayores ventas puede desembocar en un cruento juicio paralelo hacia una persona que, a veces, puede verse sin saber muy bien por qué en el ojo del huracán. Por no hablar de aquello de la presunción de inocencia, pisoteada sin miramientos una y otra vez.

En el quinto episodio de ‘Broadchurch‘, el zarandeo público le toca a Jack Marshall, el quiosquero, un anciano que décadas atrás cumplió una condena por salir con una chica menor de edad, por mucho que la cosa iba tan en serio que posteriormente se casarían y tendrían un hijo. El ‘pero’ fue que a ella aún le quedaban meses para cumplir la edad mínima legal. Sin embargo, los hipotéticos atenuantes estorban a la hora de publicar y publicitar el dato: la pena en prisión a la que fue condenado, que es el clavo ardiendo al que se agarran las redacciones. Es gasolina en la hoguera que encienden los periódicos para alumbrar cualquier detalle que permita alargar la historia perfecta; a saber, un niño muerto en un pueblo idílico, con una familia perfecta, una madre «fotogénica» y un pederasta al que la víctima ayudaba como chico de reparto. Es un cóctel jugoso que la prensa sabe explotar de la forma más truculenta sin pensar en las consecuencias.
Luego volvemos a las islas; ahora nos vamos a Alemania y nos situamos, de la mano del escritor Heinrich Böll, antes de la caída del muro. Katharina Blum era una chica cualquiera de aquella época y aquel lugar. Como le puede suceder a cualquier otra, sale una noche y conoce a un apuesto chico que le gusta y con el que vive un romance. Posteriormente descubre que ese hombre era integrante de ‘Baader-Meinhof‘, una organización terrorista que actuó con suma violencia en la R.F.A. durante los 70 y 80s.
Blum es una persona honrada y con la inocencia suficiente como para pensar que reconocer el ‘affaire’, si con ello puede ayudar a la Justicia, no le traerá consecuencias. Pero se equivoca. Katharina, inconsciente de las fechorías de su amor, se convierte en cómplice y poco menos que ideóloga de la banda a tenor de los titulares que empiezan a fijarse en ella. Pero lo que debería ser anécdota les sirve a los periódicos para iniciar una campaña indiscriminada por escarbar en cada detalle de la mujer y buscar el enfoque que mejor les conviene. Desde la comida que consume, la relación con su familia, sus amigos, la ropa que lleva, la forma de mirar, de hablar… nada escapa al sesgo de la prensa amarilla, al tiempo que ella va acusando el desgaste de una situación que realmente no entiende pero que la destroza y la va conduciendo paulatinamente hacia posiciones realmente extremas, ante las que reaccionará, cómo no, de forma extrema.
Katharina Blum es sometida a un examen cruel. Es considerada terrorista, es insultada, anónimos le envían mensajes de odio y amenazas, los conocidos le dan la espalda. Es tachada de poco menos que prostituta, de maltratar a su madre enferma y en general, cada aspecto de su rutina es escrutado del modo más ruin posible.
Jack Marshall tiene que ver cómo un grupo de radicales le destroza el coche, hace pintadas en su casa e incluso le quiere dar una paliza. Obviamente, boicotean su negocio y le impiden que se acerque a sus niños. En la escena más dura, se le ve andando sin rumbo por las calles hasta que llega a su comercio, donde le esperan los diarios del nuevo día que ya se percibe en el horizonte. Él aparece en todas las portadas pero ninguna le llega más que esa de ‘The Sun‘ que muestra una foto de su mujer y su hija, con la que anuncian «las imágenes familiares que ocultaban su lado más oscuro». Jack se derrumba entre lágrimas sobre el paquete de periódicos.

Aun separados por el país, la época y las circunstancias, los dos personajes sufren una persecución similar en la manera en la que la prensa deforma sus realidades para hacer bueno ese dicho que viene a decir «que la realidad no te estropee un buen titular». Ambos ven cómo su presente se deshace y su futuro queda hipotecado. Su honor, perdido y su autoestima, rota. La gente olvidará, los periódicos que les usaron contarán sus ganancias, pero ellos no lo superarán. Y es cuando sus vidas quedan marcadas cuando uno y otro se replantean el valor de la misma. Matar o morir. Cada uno escogerá una opción pero ni siquiera eso servirá para que quien les llevó a ese punto haga examen de conciencia: un nuevo círculo estará abierto en algún lugar. La realidad siempre supera a la ficción. Noticias frescas.
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