
Hay un momento concreto, allá por la mitad de la película (esto es, unas dos horas), que un personaje arenga a otro con una charla que puede ser de todo menos motivacional: la vida es una mierda, nada será mejor ni aquí, ni allí, ni en ningún lado, porque las miserias que tengas, que es evidente que te comen, van a ir contigo sea donde sea que quieras encaminar tus pasos.
En la película hay dos suicidios explícitos, pero ¿es eso una forma de discernir entre los que pueden y los que no hacer frente a las situaciones que se plantean en el metraje? Porque en An Elephant Sitting Still (大象席地而坐), igual que no vamos a ver el sol en ninguno de sus 234 minutos, tampoco habrá un atisbo de optimismo o esperanza. Abstenerse, por tanto, los que atraviesen un momento vital delicado en lo sentimental o en lo económico: este balcón abierto hacia las historias de varias personas en algún punto de la China menos boyante es gris y descorazonador.
Bien, nos queda claro que la película es deprimente; una maravilla, pero deprimente. Pero ¿de qué va, realmente? Complicado. También hemos aludido a su extraordinaria duración. No obstante, lo que tiene de especial la cinta es que todo ese metraje se desarrolla a un ritmo que podría parecer lento -en algunos tramos, de hecho, lo es-, pero la factura es sobresaliente porque, por una vez, contemplamos la acción que se muestra sin prisas, sin acelerar las cosas, dando a cada proceso su tiempo y dejando que actores e incluso los escenarios evolucionen orgánicamente en lo que hacen o cuentan a lo largo de un día bastante intenso para todos ellos.
Tal filosofía es deudora de una técnica que se sustenta en una atmósfera decadente, la de un barrio más bien pobre y en torno también a un instituto de secundaria más bien decrépito. El aura de todo, anodina, apática, vetusta, resignada, impregna cada fotograma y sostiene igualmente la exuberancia de sus planos secuencia, casi siempre amparados en lo contextual. Se apunta, y con acierto, que el director de An Elephant Sitting Still (2018), Hu Bo, es un alumno aventajado de Bela Tarr. Del cineasta húngaro ya hemos dado cuenta aquí a propósito de Armonías de Werckmeister o El hombre de Londres, por ejemplo, películas de ritmo lentísimo en las que la trama parece contener la respiración mientras pone a prueba el pulso de los camarógrafos para recoger larguísimos planos en los que la quietud resulta inquietante.

Aquí todo eso se hace más llevadero y no hay una sensación de abuso de tales mecanismos, que podría llegar a ser un peligro. Al menos aquí vemos colores (apagados, pero en monocromo). Como en el resto de lo técnico, la extensión no debe opacar el buen uso de los recursos. A estas escenas le viene muy bien la excelente fotografía, que se recrea, se relame y luce por mor de ese ritmo pausado. La música acompaña igualmente. Más que canciones, son melodías que acentúan los momentos de tensión. Los actores se muestran intensos, sufrientes, asumiendo plenamente sus penurias en los gestos, en las palabras, en las reacciones.
Todo parece absolutamente conectado. Más aún la trama, que entrecruza varias historias. La de un abuelo que vive con su hija, su yerno y su nieta, al que quieren mandar a una residencia porque la familia se va a mudar y la casa nueva no tiene espacio para él. Ese solo es un drama: acaba durmiendo en la terraza, su perrito sufre un ataque de otro perro y se ve envuelto en la trama que afecta a otro personaje, tal vez el más protagonista. Se trata del alumno de ese mencionado centro educativo que decide interceder en favor de un amigo frente al acoso de un matón que le humilla frecuentemente. La discusión acaba con este acosador gravemente herido.
Sin embargo, las autoridades del colegio deciden arreglarlo a las bravas, sin intervención policial, lo que genera una huida en la que el hermano mayor del herido también se mete buscando venganza. Este personaje pugna, por otra parte, por incluirse en el trío de protagonistas que se quiere mostrar, porque él también es un alma hecha jirones de pura desidia vital: ni aguanta a nadie, ni se aguanta a él mismo, ni le aguantan a él.

El otro personaje al que sí se le concede un rol más importante es otra de las alumnas del instituto. Su importancia va creciendo: de ser la aparente novia del segundo vamos ahondando en otra existencia marcada por el drama. La chica tiene una relación con el subdirector del instituto que se ve aireada a través de un vídeo en redes sociales: otra explosión-implosión de consecuencias imprevisibles.
Cada trama podría dar, seguramente, para una película independiente, pero es por esa necesidad discursiva del director por lo que tiene mucho sentido que haya apostado por alargar el metraje todo lo necesario. Es clave para entender cada paso de los personajes y para no acelerar un final que, de otra manera, podía quedar no del todo inteligible. De hecho, aunque no es el tipo de película que uno estaría viendo cada cierto tiempo, merecería la pena poder revisar algunos pasajes para aprehender cada detalle que pueda haberse escapado. Es una obra que casi se puede paladear.

No obstante, si An Elephant Sitting Still tiene un impacto viene por la constatación de la decadencia humana que se percibe en ese entorno. El egoísmo, el pisar al otro si es necesario, la absoluta falta de empatía que tienen todas las criaturas que vemos en pantalla -incluso los mismos protagnistas y sus personas más cercanas- resulta asfixiante. La película es lenta y larga pero esa sensación de claustrofobia vital no concede un mísero respiro. Desde ese punto de vista es absolutamente trepidante, tan desoladora como carente de esperanza y de sentido vital para nadie: personajes, actores, director o los propios espectadores. Cuatro horas parecerán pocas ante el espectáculo que plantea.
Tal es es así que resulta inevitable pensar que en la cabeza del director flotara ya al rodarla de manera tan sobresaliente la idea del suicidio y de la falta de horizontes. Él mismo, a la edad de 29 años, se quitó la vida, un año después de lanzar al mundo esta película. Su primera y última obra es memorable, pesimista y -hasta cierto punto- cruda y peligrosa. Dibuja un mundo recurrente en su imaginario. No tanto en lo audiovisual, que su carrera quedó truncada, sino con un par de libros en los que ya venía explorando este lado más salvaje y realista de estos contextos. De hecho, An Elephant Sitting Still nace de uno de sus relatos escritos, tras cuya finalización, explicaba el autor entonces, “me he liberado de mí mismo para seguir escribiendo historias de otras personas”. Desgraciadamente, eso ya no sucedió.
Aunque esta obra es su única película larga, en YouTube pueden verse algunos de sus cortos, con los que ya apuntaba algunas de las claves que se vieron posteriormente:
La película ubica en su título un misterioso elefante. Un elefante que, se supone según los rumores y las leyendas, permanece sentado e indiferente a lo que le rodea en otra ciudad del país. Es allí donde todos ellos piensan como un ideal para no verse afectados por esta apática y depresiva realidad, e incluso ese trío protagonista es a donde encamina sus pasos. ¿Es la esperanza? ¿Es la pura estoicidad? ¿Es un futuro? Es pura tragedia, pura y dura realidad.
