
Puede que la sala Azca de la Fundación Mapfre pille un poco a desmano para los que visitan Madrid. A la sombra de los rascacielos, queda bastante lejos del circuito habitual de museos y galerías del centro de la ciudad. Y, también hay que decirlo, los turistas que salen del metro en ese punto le suelen dar la espalda camino de la impresionante mole que es el estadio del Real Madrid, alzado justo enfrente. Sin embargo hay que tener siempre un ojo puesto en su programación porque sus muestras de fotografía rara vez decepcionan. A comienzos del verano visitamos la dedicada a Emmet Gowin; ahora, el turno es para otro estadounidense con alma sureña, William Christenberry.
Su trabajo ha sido destacado, y con razón, como el resultado de la paciencia. Tanto su crecimiento como fotógrafo como su obra se basan en la misma. Primero, porque sus pasos iniciales con la cámara en la mano no nacieron de una pretensión artística enfocada (nunca mejor dicho) a este campo, sino de su voluntad de apoyarse y de tomar apuntes de cara a la que, por aquellos inicios, era su vocación: la pintura. El hecho de usar una cámara no profesional -una popular Kodak Brownie– y el revelado en color, denostado por los más puristas de la época al considerarlo como una herramienta de meros aficionados, parecen certificar este comienzo de la relación con el obturador, mediados los años 50.

Pero fue la curiosidad, el afán por escarbar en los lugares mitificados de la infancia y, ante todo, la reflexión constante acerca de la manera en la que el tiempo afecta a los escenarios habitados y modificados por la mano del hombre, lo que cambia de orientación su actividad. Dotado de un innegable tesón, Christenberry visita y revisita los mismos lugares durante años, a veces durante décadas, para ofrecer al final del período una especie de película a cámara lenta en la que cada fotograma no es una fracción de segundo sino un año o incluso más.
El resultado es un álbum vital de objetos, edificios y naturaleza en el que se adivina un nacimiento, una vida y una muerte más o menos digna para los motivos fotografiados. Las casas y locales de ese sur de Estados Unidos, por ejemplo, tomados desde su orgullosa presencia con detalles perfectos y pintura brillante hasta los escombros y el desvencijamiento al que los conduce el abandono. Unas veces el rastro son solo cimientos; en otras, óxido y polvo sobre estructuras que, cual cuerpo de anciano, apenas sostienen lo que se adivina que un día fueron. Algunas, fotos de lo invisible bajo su camuflaje de kudzu, ese vegetal que esconde bajo su manto formas hasta hacerlas parte de sí mismo.

Se trata de una fotografía fría. El halo de calidez que pudiera tener en el arranque de las series y al que tan bien le sirve ese color apagado del revelado acaba perdiéndose a medida que avanza el tiempo y el desenlace se precipita. Es entonces cuando todo, lo bueno y lo malo, se extingue. Redunda en la sensación el que los encuadres sean normalmente tan asépticos, con el objeto centrado y llenando el visor sin que haya poco más que la imaginación y los detalles para darle contexto válido. Además, tampoco se ve gente. Paradójico. Se investiga la huella humana pero casi a escondidas. Sabemos que están o debieron estar ahí porque vemos las casas, los carteles, los coches, los cultivos, etc… hasta tumbas, pero solo la casualidad proveerá a las tomas algún ser humano.
Frente a esta documentación tranquila, la exposición también ofrece otro ámbito del trabajo de Christenberry que, por el contraste que ofrece con lo anterior, bien pudiera parecer de cualquier otro fotógrafo. Se trata de sus imágenes sobre el Ku Klux Klan. En ellas sí vemos a personas pero el mensaje queda claro: para esto, mejor ver escenarios vacíos. Contemplamos escenas de la cotidianidad de este grupo, sus ritos y la parafernalia de un terror que estaba mucho más presente en aquel contexto de lo que lo furtivo de las tomas puede dar a entender. El objetivo del artista es denunciarlo y a fe que lo hace hasta -casi- rallar la obsesión. No solo con las fotos sino con dibujos y una colección de objetos sobre el tema que ha sido recreada en Madrid en la llamada ‘The Klan Room‘, que quiebra la sensación de calma que transmite el resto del catálogo. Una muestra de violencia pero también del tiempo, de la vida y de la muerte.

Un comentario en “Christenberry, un documentalista del tiempo”