Solo con el tiempo, por ganas de ponerme a escribir o por la necesidad (de ver el fútbol de los canales de pago, principalmente), he ido cogiéndole un cierto gusto a parar en algún bar a tomar un refresco o un café. Por supuesto, atiendo a todo lo que pasa a mi alrededor: conversaciones, entrada de nuevos clientes, tics de los camareros, etc. Un domingo triste cualquiera, acabé en uno que me descubrió un amigo días antes. Es un sitio pomposo a la hora de anunciarse como restaurante, pretencioso a la hora de tener más personal que clientes, y la parroquia congregada pertenecía más a un cuadro de los años 70 que a uno actual. Imaginen la decoración: maderas oscuras, fotos antiguas de Madrid en las paredes, espejos por doquier, carteles de cerveza de hace décadas enmarcados… un sitio un punto hortera pero agradable y limpio, la verdad, sin nada especialmente reseñable. Uno de tantos. Y como en tantos otros locales de Madrid, a esta o a otra hora, hay conversaciones peculiares con actores más curiosos aún.

Me llamó la atención una charla improvisada sobre suicidios. Participaban el que parecía ser el jefe del bar, otro camarero que se dedicaba a dar paseos constantemente sin hacer mucho más, y una señora mayor con voz grave que, sin duda, pasa mucho tiempo en ese mismo taburete. No alcancé a oír el desencadenante de tan macabra conversación. Me conecté en el momento en el que el camarero que andaba aludió a los paneles de cristal que evitan, según él, que la gente siga tirándose desde el Viaducto de Madrid. La señora no solo le negó la mayor asegurando que ese arreglo (de 1998, leo) no sirve para nada y que no solo la gente decide poner allí fin a su vida, como antaño (hasta cuatro muertes al mes se registraban allí), sino que, de hecho, el otro día cayó otra persona.
Y ni siquiera hacía falta irse a sitio tan ‘típico‘ para estas cosas porque, añadía, otro hombre se tiró desde el campanario de una iglesia. En ese momento entró en acción el presunto jefe del local asegurando con sorna que si se mataba en un templo, iría al cielo directamente. El otro camarero continuaba yendo y viniendo, ya ajeno a sus palabras, así que solo la señora se mostró de acuerdo e incluso dijo que todos, sin excepción, se mataran en terreno sagrado o no, iban al cielo. Pero en este punto, el jefe se mostró tajante al dejar claro que no, que no todos los suicidas van al paraíso, que los demás acaban en el infierno. Siempre hubo clases y en este caso parece que la muerte no iguala a todos, como se suele decir. Al menos, a juicio del jefe de barra del bar.
El caso es que no hubo consenso en este tema porque ya no hubo más réplicas ni contrarréplicas y la conversación ya giró hacia el hecho de que un verdadero suicida, según ella, no suele anticipar sus planes, a diferencia de otra mucha gente que dice que lo va a hacer pero nunca lo consuma.
Y yo, tanto ese triste domingo como hoy, me pregunto: ¿esto cuenta como un aviso?
Hay que relativizar los dramas, claro. Pero a veces, por mínimo que sea un problema, la forma de vivirlo es extrema, incomparable. Aunque haya detrás la seguridad de que el futuro traerá un remedio. Cuenta el aquí y el ahora. Como una conversación cualquiera en un bar de Madrid o de donde sea.