Chica con abrigo rojo

Chica con abrigo rojo perdiéndose en la multitud. El zoom la mantiene enfocada, a medida que sus pasos la confunden con la multitud de cabezas que avanzan, desordenadas, por el vestíbulo. Desde arriba aún puedo seguirla con la mirada un breve momento. Su abrigo es una brizna de color entre los tonos oscuros y tristes que impone el invierno. La veo de espaldas, empequeñeciéndose en la distancia, antes de perderla cuando sale por la puerta principal, hacia la calle. Aún me quedaré unos momentos ajeno a todo el movimiento, esperando que regrese a la estación. La imagino en la acera, decidiendo cuál es el camino más apropiado para evitar el frío. La humedad hace que la sensación se instale en los huesos y ella nunca ha sido de las que llevara bien tener la piel erizada. No, al menos, por el frío.

No va a volver. Sé que camina hacia el metro más próximo. Es un paseo desagradable por el viento que sopla, gélido e incesante, desde el Mediterráneo. Es es ese tiempo que hace a uno pensarse hecho bola bajo una manta. Nada que ver con esa legión de turistas que deambula por la zona después de haber alargado la sobremesa. Los restaurantes que ofrecen «la mejor paella» adornan cada acera y, aunque es media tarde y la luz comienza a apartarse tímidamente, aún sale gente de ellos.

Es el momento en el que aparto el ojo del visor. Hacía minutos que veía sin ver a través de él, más pendiente de los motivos por los que todo podría ser diferente que por el movimiento de la gente, el ruido de los trenes o la atronadora megafonía, que poco bien le hace a mi constante dolor de cabeza. Además, se da el caso de que cuando te sientes triste, siempre hay una megafonía cerca diciendo inconveniencias. Aunque se trate solamente de anunciar el andén del que sale un tren hacia un destino que nunca te ha interesado pero que imaginas como el más apetecible de los paraísos yendo a su lado. Y de repente se convierte en el lugar soñado…

Foto: John Fraissinet | Flickr
Foto: John Fraissinet | Flickr

Recuerdo el abrigo mientras paladeo la derrota y le quito el objetivo a la cámara. Aflora en mi mente el día en el que la acompañé a comprarlo. Rojo brillante. Ella siempre quería algo alegre. Recuerdo la textura de los botones, el cinturón indomable que perfilaba su cintura. El espejo. Las dudas. La sonrisa. La pregunta. El «te queda bien». Como si hubiera algo que no.

Ese mismo abrigo, semanas después, se enfrenta a otro viento, más seco, característico del interior. Como aquel día, yo también estaba allí viendo cómo su pelo se alborotaba al darle en la espalda al aire que subía del Manzanares y que se peleaba, justo en aquel cruce, con el frío que venía de las montañas. Aquí también hay una estación de tren y también aquí el cielo es gris. También hay gente, mucha, que viene y va con prisa, dándole al día aire de diario. Ya no hay fiestas. Yo, sin embargo, vuelvo a estar quieto. Atento, como hace semanas, al vaivén del abrigo que se destaca, cada vez con mayor nitidez. Se acerca. Soy invisible sentado en este banco. O no me ve porque no existo. Pasa junto a mi. Soy un bulto al que no dirige la mirada. Ella es vida que me acelera los latidos. El sonido del corazón se compagina con sus pasos y así, cuando se pierde en la lejanía, entre la gente que va y viene, sé que no se detiene para mirar hacia atrás. El aire sigue alborotando su pelo. Chica con abrigo rojo perdiéndose en la multitud. Como llevada por el viento.

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