‘Cuando habla la luz’: el lenguaje poético de Graciela Iturbide

Hay un inquietante aura en las imágenes de Graciela Iturbide que es pura fuerza y se clava en la retina del espectador. Un estilo, una técnica o unos temas de fondo que asaltan la percepción y parecen querer entablar un diálogo en algún tipo de idioma propio. La Fundación Casa de México, en Madrid, mantiene abierta hasta este 14 de septiembre una muestra que, con el título de Cuando habla la luz, ofrece parte del trabajo de la artista mexicana.

Es una cita excepcional. Tanto por el escenario —una institución que no se prodiga tanto en este campo— como por la figura de Iturbide que, por otra parte, abrió las puertas de la muestra pocas semanas después de haber sido galardonada este mismo año con el Premio Princesa de Asturias de las Artes. El argumentario de esta concesión ensalza su labor como una de las máximas exponentes de la fotografía contemporánea. Qué mejor aval para acercarse en estos últimos días de oportunidad.

En esta ocasión, la exhibición hace un repaso por buena parte de su trayectoria. Concretamente, más de 45 años resumidos en 115 obras de intensa exploración visual en la que cualquier tipo de tema se presta a una narrativa propia, un imaginario íntimo plasmado incluso en los asuntos más universales.

Parte de su mirada se focaliza en la vida de las comunidades locales. Como temas, le interesa especialmente la documentación de esos rasgos de identidad, esa cultura de la calle. Pero, a diferencia de otros fotógrafos, la mirada de Graciela Iturbide no busca el morbo de la humildad extrema. Sus imágenes pueden adquirir una cierta dureza, a veces implícita, otras abstracta. Pero realmente el enfoque va más en la línea de poner en valor a esas personas con las que se cruza durante sus sesiones.

Surge, por tanto, la poesía: una composición cuidada en la que sobresalen no solo los protagonistas, sino también un contexto trabajado que contribuye a generar esa sensación que es, en sí misma, un hilo conductor de su obra: la relativa disociación entre la realidad y lo onírico. Dicho de otro modo, esa inquietud de la que hablábamos. La estética y la técnica en todo esto son clave: tomas en blanco y negro que realzan la expresividad y el dramatismo, y que sirven para remitir, a su vez, a una continua reflexión sobre el paso del tiempo, la vida y la muerte.

El dolor también tiene un grado de protagonismo casi obsesivo en algunas de las series. Iturbide no duda en retratarse con serpientes que emergen de su boca o con pájaros muertos en los ojos. Es terrorífico, pero también habla de las pulsiones oníricas —otra vez lo onírico en el centro— de la artista, no necesariamente como un objeto de miedo.

Es una alusión a lo extraño y lo poco convencional de un entorno en el que hay mucho más de lo que uno ve. Y la sorpresa aquí es que, al parecer, cada cual descubre algo diferente. El mérito de la fotógrafa es ser capaz de representar su propia visión, tan sensible como alejada de estereotipos.

Similar concepción de la imagen traslada a sus retratos de comunidades, en los que cada una de sus series responde a criterios y cánones estilísticos muy diferenciados. Sociedad, sentimiento y, aunque a veces camuflada, mucha, muchísima dosis de realidad e impacto. Una mirada exclusiva, y ante la que la oportunidad de poder verla en vivo y en directo merece mucho la pena. Corran.

Y, si no, dos documentos relevantes para conocer el alcance de su trabajo: por un lado, la conferencia inaugural de esta propia exposición, valioso porque trasciende lo que ha sido esta cita.

Y por otro, una breve entrevista a la fotógrafa que también sirve para iniciarse en su concepción de la fotografía:

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